30 de marzo de 2011

Jaqueca de mediodía




Ese día volví a casa a media tarde. Me sentí mal en el trabajo, tenía una jaqueca terrible, así que aproveché para irme pronto con la idea de recostarme y descansar, tomar una pastilla para el dolor y dormir un rato. Cuando dí la vuelta por el pasaje me extrañó ver a lo lejos las ventanas del piso abiertas y tuve un leve sentimiento de rabia, porque se suponía que no habría nadie y quería tener la casa para mí solo. Mi cabeza quería estallar.

Entré silenciosamente para hacer la típica y absurda broma de “¡Sorpresa cariño, estoy aquí!”. Cerré la puerta con cuidado y caminé por el pasillo, mientras me di cuenta que su abrigo estaba colgado en el sitio en que acostumbro a poner el mío. En el suyo había otra chaqueta, de un color marrón oscuro horrible y que desprendía un olor a perfume barato que apestaba. Fui consciente de la molestia en mi barriga, ese dolor que siempre me aqueja cuando me pongo nervioso. Tragué saliva, cerré los ojos un segundo y me dispuse a entrar.

En la sala no había nadie, ni nada extraño. Todo estaba tal cual lo habíamos dejado en la mañana antes de salir, hecho un desorden. Sentí ruidos que venían de la habitación y no pude esperar a entrar. Quizás debí haberlo pensado mejor, esperar un momento, acercarme a la puerta e intentar oír lo que ocurría ahí dentro; pero no, apareció el espíritu del tipo impetuoso de esas ocasiones en que se te nubla la cabeza y no puedes pensar con claridad. Mi madre me había enseñado a golpear antes de entrar a sitios con la puerta cerrada, pero en ese momento no estaba para recordar normas de buenas costumbres. Abrí violentamente la puerta y los vi ahí, acostados, abrazados, desnudos, congelados al verme, tan congelados como para no atinar ni siquiera a taparse con la sábana, cosa que sí suele suceder en las películas. No tengo más recuerdos de ese momento. No sé si intentaron decirme algo o si yo exclamé alguna cosa. La siguiente imagen que evoco me lleva al segundo cajón del mueble que está en la habitación-estudio, justo al lado de la que hasta ahora había sido “nuestra habitación”. Cogí el revólver que había guardado ahí por el temor que me dijo tenía a las armas de fuego. 

Estaba cargada, ya sabes, esa paranoia que te hace estar preparado para lo peor… aunque jamás pensé que esto sería “lo peor”. Me sentí mareado, mi cabeza estallaba y me tuve que agachar para intentar detener el dolor angustioso de mi estómago. Sentí ganas de vomitar, de ponerme la pistola en la cabeza y disparar. Pero mi rabia e impotencia pudieron más. Cegado de dolor, iracundo de furia, inmerso en una cólera que hasta ese minuto desconocía, decidí poner punto final. Me acerqué a la puerta mientras ellos cuchicheaban e intentaban vestirse a tropezones, notoriamente nerviosos.

Le apunté a ella y con ese gesto pude descubrir el desencajo de un rostro preso del pánico. No sé si fueron segundos o milésimas, pero su cara en ese instante dibujó una expresión que no olvidaré jamás. Del pavor pasó al llanto, demostrando una sucesión de emociones difícilmente descriptible. Mientras él intentaba hilvanar una frase que buscaba hacerme recapacitar y  arrepentirme de la decisión, volví mi brazo, mi mano y el revólver hasta llegar a apuntarle. Es curioso, ahora que repaso las imágenes mentalmente, no recuerdo que haya hecho una mueca de miedo ni de espanto, tal vez ni siquiera me enseñó una dosis de desasosiego. No, lo que él me hizo ver fue su cara de remordimiento, de querer pedir perdón, de buscar una disculpa, obviamente inútil. No esperé más. Sangre fría, corazón quieto por un par de segundos. Disparé. Tiré del gatillo 3 veces y pude ver cómo él caía en el rincón, justo delante de la mesa de noche en la que tantas veces dejó sus gafas y sus filosóficos libros antes de dormir.

Ella salió rauda y a medio vestir mientras yo bajaba mi brazo con el arma. Me quedé ahí, desahogado, quieto, con los hombros caídos y las piernas que me flaqueaban. Lo miré, lo miré fijo. Recuerdo que lo último que pensé antes de marcharme fue que él lo sabía, sí, lo sabía. Porque lo habíamos hablado muchas veces, medio en serio medio en broma. Él sabía que para mí sería más doloroso encontrarlo con una mujer que con otro hombre. No sé, cosas de maricas, si quieres. Muchas veces le dije: “Si te encuentro con una mujer te mato, te juro que te mato”. Para ese entonces recuerdo que ya no me dolía la cabeza.