19 de mayo de 2011

El hombre descalzo



Era una noche fría de enero. Estaba en el centro de la ciudad y volvía a coger la moto para irme a casa. ¡Dios!, qué frío hacía. Iba cruzando la calle con la llave de la moto en la mano cuando lo vi entre los coches que estaban detenidos esperando la luz verde. No era muy mayor, quizás tendría mi edad, pero la vida, supuse, lo había tratado mal. Llevaba la barba de muchos días y el pelo sucio. Lo peor, es que pese al terrible frío que hacía, el hombre iba descalzo. Sí, sin zapatos y con un pantalón corto que no le llegaba a las rodillas. Tragué saliva. No pude abstraerme ante tal imagen. Me conmovió. Me conmovió al límite. Maldije a la vida por la miseria que viven algunos mientras otros nadan en dinero. Pensé rápido qué podía hacer, pero no se me ocurría ninguna idea demasiado buena. Encima llevaba sólo un par de euros y nada que pudiera ayudarle de alguna manera. Él esperaba la luz roja del semáforo para inmiscuirse entre los coches rogando que alguien bajase el vidrio y estirase la mano con alguna moneda. Muy pocos lo hacían. Pensé que no podía irme del lugar sin hacer nada y se me ocurrió una idea. ¡Claro! En la cajuela de la moto llevaba un par de zapatillas que usaba para ensayar con mi banda de rock. Resulta que toco la batería y es muy incómodo darle al bombo con unos zapatos muy gruesos. Por eso llevaba esas zapatillas en ese momento. Sí, decidí dárselas. No tenía otros calcetines para darle, pero el tipo sin duda agradecería llevar un calzado que le protegiera del frío que calaba los huesos. Él, mientras tanto, entre luz roja y luz roja se acurrucaba en el portal de un edificio para calentarse las piernas y los pies con una frazada que tenía. Supuse que era lo único que lo abrigaba por las noches.

Cogí las zapatillas, me acerqué y lo saludé. Me respondió con un acento extraño, que no supe descifrar de donde era. Le pregunté que por qué estaba descalzo si hacía tanto frío y me respondió que así era la vida, que era pobre y que tenía que pedir para comer. Me quedó lo suficientemente claro como para no preguntar nada más y le entregué las zapatillas. Le comenté que se las regalaba, pero que la condición era que se las pusiera inmediatamente para contener de alguna forma el frío que hacía. Me agradeció humildemente, con la cabeza gacha, y me dijo que él no era de aquí, que en su país tenía familia y que intentaba tener algo de dinero para poder enviar cada cierto tiempo. Pensé que no debía juntar demasiado haciendo lo que hacía, pero me dí fuerzas para no maldecir otra vez delante suyo y sólo se me ocurrió preguntarle si necesitaba algo más, pensando en algo de ropa que pudiese llevarle al día siguiente. Él me pidió comida. Comida caliente. Se me apretó el estómago aun más y prometí llevarle una sopa. Lo dejé ahí, mientras él se ponía las zapatillas y cuando ya me iba, escuché que me decía que le quedaban bien, además de ver cómo levantaba el dedo pulgar en señal de agradecimiento. Aquella noche no dormí bien.

Al día siguiente, por la noche, tal y como había prometido, preparé en un tupper una sopa lo más caliente que pude, además de meter en una bolsa un par de calcetines, pantalones largos y un suéter. Preparé todo y fui a su encuentro. Habíamos quedado a la misma hora en la misma esquina del día anterior, pero no lo encontré. Me quedé esperando, pero no lo vi por ningún sitio. Di un par de vueltas en la moto por la manzana pero no hubo caso. En un principio pensé lo peor, pero después de unos minutos me calmé y quise pensar en que quizás el hombre no pudo llegar, aunque la idea que más fuerza tomó en mi cabeza fue la de que el tipo estaba acostumbrado a que las personas le prometieran cosas que no cumplían. Otra vez pensé en la injusticia social, descargué mi rabia en forma de palabras contra la vida y contra quienes hacen de este mundo un lugar así. Decidí volver a casa con un amargo sabor de boca. Sí, amargura es la mejor palabra para definir lo que sentía en esos momentos.

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Lo volví a ver, no hace mucho. Y no muy lejos de la esquina en que estuvimos charlando aquella noche. Yo iba en la moto, un día cualquiera a una hora de la tarde, no muy tarde. Me detuve en un semáforo y lo vi a lo lejos. Estuve seguro de que era él. Incluso nos miramos a los ojos durante un milisegundo, pero no me conoció. Claro, yo iba con el casco que me tapa la mitad de la cara. Él llevaba la misma camiseta, la barba quizás un poco más larga y el mismo pantalón corto con el que lo vi hace un par de meses. Me fijé en sus pies. Obviamente, iba descalzo.

5 de mayo de 2011

El As bajo la manga



Esa noche iba a ser una gran noche. Llevaba esperándola varios días, preparándome incluso mentalmente. Si quieres ser el mejor en algo, tienes que demostrarlo en las grandes ocasiones. Y esa era mi ocasión. 


El póker se ha metido en mi vida como una mala droga y ahora no me deja en paz. Vivo por y para el póker. La adrenalina que te genera es indescriptible. No se compara con nada que haya conocido. En varias sesiones he demostrado ser de los buenos, pero esa noche, frente a ESE contrincante, tenía la oportunidad de demostrar que soy el mejor.

Una mesa redonda, 5 jugadores, un crupier, mucho dinero en juego y las cartas echadas. 3 de los jugadores tenían experiencia, pero no estaban a mi nivel ni al de mi experto contrincante. Eso se notó rápidamente en las primeras manos, en que, o bien se retiraban, o bien intentaban juegos de distracción, sin éxito, por supuesto.
La sala se llenó rápido del humo de los cigarros, creando esa atmósfera tan conocida y tan característica de este juego. Las copas del whisky corrían y los nervios de todos parecían estar hechos de acero. Sólo uno llevaba esas gafas oscuras que intentan mantener tu rostro inexpresivo. Lo que no saben ellos es que, en esos momentos, todo tu cuerpo habla: cómo mueves las manos, cómo te sientas, cómo ajustas los hombros, etc. La más mínima mueca de tus labios te delata y yo me he convertido en experto lector de esas señales. Es parte de la estrategia ganadora, claro.


Varios miles de euros se habían jugado ya pasadas unas 2 o 3 horas. La noche estaba siendo grata para mí, sin duda. Había sido cauto cuando correspondía y agresivo cuando vi la oportunidad de atacar. Todo me había salido a pedir de boca. ÉL también demostraba que es un ganador nato. En cada mano se notaba su experticia y no dejaba lugar a dudas en cuanto a sus capacidades y posibilidades de juego. Si no podía atacar, se refugiaba; cuando se veía acorralado, intentaba escapar por otro sitio y siempre lo conseguía; cuando se le daban todas las cartas para hacer fácil la cacería, lo hacía sin vacilar. Sí, era admirable, la verdad. Pero yo no decaí en la intención de hacerle un poco más difícil la partida.


Llegados a la mano clave necesité todas las habilidades de las que era poseedor. La apuesta inicial era muy alta, unos 2000, pero con las cartas que me había tocado, no dudé en igualar y poner sobre la mesa unos 500 más. Uno se retiró enseguida y los otros dos igualaron la apuesta con unas dudas muy evidentes. ÉL no se inmutó, igualó mi apuesta y puso sobre la mesa 1000 más. Los otros dos desistieron y abandonaron. El As en mi mano acompañado de una Jota de corazones, que a su vez hacía par con la Jota de tréboles que había en la mesa, reforzaban mi seguridad. Decidí igualar la suma y poner 1000 más, quemando todos los cartuchos de los que disponía. Llegado el último momento y en caso de extrema premura, estaba dispuesto a utilizar el As bajo la manga, con el que hacía 2 pares imposibles de igualar. Pero ÉL o tenía una jugada maestra o pensaba que lo mío era un farol, porque sin mover una ceja igualó mi apuesta y puso 1500 más para ver lo que yo tenía. ¡Mierda! El muy cabrón había conseguido intimidarme y ya no estaba seguro de lo que había hecho. No podía dar paso atrás, así que opté por hacer el juego de manos para pasar la carta a mis dedos sin que nadie lo notase.


Controlando al máximo mis nervios resistí la mirada penetrante de todos los miembros de la mesa, cogí el dinero para igualar la apuesta y en el momento en que volvía mis manos a su posición habitual, intenté el movimiento fugaz para hacerme con la carta. ¡Mieerrrrda! ¡¡No contaba con el sudor de mis dedos!! El movimiento fue demasiado torpe. Todos se dieron cuenta, estaban indignadísimos y dispuestos a hacerme pagar por intentar cometer una de las principales y más viles trampas de este juego.


ÉL toma la posición líder, se levanta de su silla, rodea la mesa y viene en dirección a mí. Su mirada me aterroriza y entro más en pavor cuando me coge del cuello de la camisa. Decididamente iba a golpearme, pero por suerte justo en ese momento entró mi madre a la habitación y nos separó, no sin antes reñirnos a los gritos por estar jugando a un juego de “mafiosos y delincuentes”, según sus palabras. 


Vale, que con 13 años ganarle a tu hermano mayor y sus amigos en estas cosas cuesta mucho. Pero seguro que cuando juguemos con billetes de verdad, y no los del Monopoly, ya me tocará salir victorioso. Por cierto, y sólo para lavar mi imagen, lo del whisky y el humo era sólo parte de mi imaginación
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