15 de diciembre de 2011

Promesas cumplidas


Víctor siempre fue el primo loco de la familia. Siempre estaba tonteando y sacando de quicio a sus padres, mis tíos. A Víctor siempre le gustaron 2 cosas: Las motos y las armas. De pequeño le gustaba cazar insectos con artefactos que él mismo fabricaba y recuerdo que fue él quien me dijo de poner un envase de yogurt aplastado en la rueda trasera de la bici para que sonara como una moto cuando giraba. Por toda su historia de niñez y adolescencia, a nadie le extrañó que apenas tuviera edad y dinero suficiente se comprara una Yamaha de 250 cc. Corría como el viento, según sus propias palabras. Y claro, tampoco nadie le quitó de la cabeza su decisión de comprar una pistola calibre 22 de segunda mano que debidamente se encargó de registrar y aprender a usar.

Para esa época ya llevaba tiempo saliendo con Evelyn, su novia de siempre. Juntos llegaban a comer a casa de la abuela los domingos y contaban historias de viajes que hacían en la moto. Se les veía encantados con su vehículo, sí, pero por otra parte, a ella nunca le hizo gracia que Víctor portara una pistola cada vez que estaba con ella. Temerosa por el carácter explosivo de mi primo, ella tampoco se atrevió a decirle nada.

Un día, desgraciadamente, ocurrió lo que supongo que todos esperábamos pero nadie quería que pasara: Mientras iban a casa de ella, un taxista se les cruzó en su camino, saltándose el semáforo en luz roja. El error de Víctor fue haber ido a 80 kilómetros por hora en una calle en la que debía circular a 50. ¿Consecuencia? Evelyn, como normalmente sucede con los acompañantes en las motos de velocidad, salió volando por encima del vehículo y cayó lastimosamente en el pavimento. Mi primo quedó herido de gravedad, pero nunca estuvo en peligro de muerte. La ambulancia llegó a los pocos minutos pero, aunque la actuación de los médicos fue efectiva, Evelyn quedó en coma.

Cuando los fuimos a ver al hospital, él repetía una y otra vez entre llantos y desconsoladamente solo 2 cosas: Que nunca se perdonaría lo que le había hecho al amor de su vida y que buscaría al taxista hasta encontrarlo y tomar la justicia por su cuenta. Mientras estaba en el suelo tras el accidente, pudo ver y memorizar la cara aterrorizada del conductor del taxi. En mi relato he olvidado acotar que una vez ocurrido el choque, el taxista no tuvo otra idea que salir huyendo de la escena, por lo tanto, nunca hubo juicio ni nada con lo que se pudiera establecer la responsabilidad de los hechos.

Con el paso de las semanas, Evelyn salió del coma, aunque los médicos auguraron que se pasaría el resto de su vida en silla de ruedas. Pese a esto, ambos pudieron rehacer sus vidas y continuaron juntos. Hasta que ocurrió lo que otra vez nadie quería que pasara.

Saliendo un día del trabajo, Víctor se fue a tomar unas copas con compañeros de la oficina y festejaron hasta altas horas de la noche. Como el transporte público a esa hora no es muy confiable, se le ocurrió tomar un taxi para volver a casa. Ya podrás suponer lo que pasó. O más bien, ya podrás suponer quién iba conduciendo dicho vehículo.

Víctor lo conoció enseguida. Se puso muy nervioso y comenzó a sudar frío. El chofer, evidentemente, no lo había reconocido y lo trataba como a un pasajero cualquiera, preguntándole qué tal el trabajo y la vida. En la cabeza de mi primo se mezclaron todas las imágenes que ya parecían olvidadas, aquellas imágenes que le cambiaron la vida un par de años atrás. Se le vino a la mente la cara de Evelyn antes del accidente e inmediatamente la reemplazó por la de ahora, la cara de aquella mujer postrada en una silla de ruedas con la mirada perdida durante largos pasajes de su día a día.

Víctor decidió acometer lo que siempre prometió. La rabia, impotencia, dolor y frustración son malos amigos a la hora de tomar decisiones importantes, aunque creo que nadie puede culparlo por no haber mantenido la cabeza fría en ese momento.

Con las manos sudadas por el nerviosismo empezó a desesperarse en la búsqueda del arma. Ciego de ira la buscó en su maletín sin éxito, pasando a los bolsillos del traje barato que hace poco había comprado para poder trabajar vendiendo seguros. Tampoco la encontró, y en ese momento se acordó de la promesa que le hizo a Evelyn una vez que ella salió del hospital: Se desharía de la pistola. Efectivamente, se encontraba en el asiento trasero del tipo que cambió su vida decidido a cumplir lo que se había prometido a sí mismo, pero en ese momento se dio cuenta de que el amor por su mujer había sido más fuerte. Entre las promesas que hizo, cumplió la que le hizo a ella.

Blanco y casi sin voz, hizo parar el taxi, pagó lo que debía y decidió caminar un rato, hasta que se calmaran las emociones que estaba sintiendo. Llegó a casa después de 3 horas de caminar, llorando y con la cabeza rota de tanto pensar. Se quitó la chaqueta, se metió en la cama, abrazó a una Evelyn dormida y le susurró al oído: “He matado al taxista”.

28 de julio de 2011

El gran momento



Aun recuerdo ese partido. Gran partido. Han pasado los años, pero el recuerdo sigue vivo en mi memoria como si hubiera sido ayer. Habíamos hecho un campeonato impecable y llegábamos a la final a disputar el título con el equipo que siempre pensamos sería nuestro rival en el gran encuentro. Nos habíamos enfrentado dos veces durante el campeonato y todo estuvo muy reñido, tanto así que ningún equipo supo sacar ventaja del otro: Dos empates a 1 gol y muchas ganas de querer comernos a los jugadores rivales, deportivamente hablando.

En nuestro equipo estaba el gordo González, un portero que realmente no tenía cabida en la oncena titular por dos grandes razones. La primera y principal era nuestro portero titular, el gran Carlos Vergara, que era indiscutido por sus grandes aptitudes bajo los 3 palos. Qué grande era Carlitos, un crack. Y bueno, la segunda razón, aunque no menos importante, era que el gordo González no veía una. Era malo. Pero malo malo. Siempre destacó, eso sí, por su gran sentido del sacrificio. Era el que primero llegaba a los entrenamientos y el último en irse a las duchas. Siempre se quedaba con el entrenador de porteros y lo exprimía hasta que el pobre entrenador lo mandaba a la casa porque era muy tarde. Por constancia, trabajo y sacrificio no había otro mejor, pero a la hora de la verdad, la triste realidad era que nuestro amigo no tenía dedos para el piano. Quizás si se hubiera dedicado al basket o al voley hubiese ganado todo, pero no, el muy tozudo quería jugar de portero a toda costa. Los entrenadores sabían que no era ninguna garantía para nuestro equipo, pero premiaban su esfuerzo año tras año haciéndolo partícipe de nuestras grandes temporadas. Y él, seguía entrenando y entrenando, esperando su gran momento.

Ese año, el más importante, el año en que por fin llegábamos a la final con muy buenas opciones de ser campeones, el destino estaba escrito. Corría el minuto 80 y una fea entrada de un delantero rival hizo que Vergara, nuestro gran portero, se retorciera de dolor por varios minutos. Aunque los 10 jugadores restantes, más los que estaban en el banquillo, temimos lo peor, todos rogábamos esperanzados que no fuese más que un susto y que Carlitos pudiese jugar los 10 minutos restantes. Íbamos cero a cero y todo estaba muy peleado. Varias tarjetas amarillas, varias faltas feas, muchas palabras no muy amistosas entre los jugadores…

Lamentablemente para nosotros, Vergara no pudo seguir pese a que lo intentó como un valiente. Todos mirábamos al banquillo y veíamos al gordo González preparándose para entrar y la verdad, mirábamos al cielo implorando un milagro. El gordo entró al campo como queriendo comerse el mundo, concentradísimo, a disputar los últimos 10 minutos del partido. Obviamente, para intentar que los ataques del rival no prosperaran, todo el equipo se retrasó un poco, haciendo una especie de frontón llegando a nuestra área. Todo para que el gordo no tuviera que intervenir. Pero como ya he dicho, el destino estaba escrito. En el último minuto el mismo delantero que antes había sacado a nuestro portero titular del encuentro, se escapó libremente de nuestra marca –de mi marca- y se enfrentó cara a cara con González. Yo sabía que no había posibilidad, así que intentando un último recurso y esperando EL milagro, derribé al rival antes de que pudiera patear de cara a la portería. Penalty y expulsión. Vi la tarjeta roja con todo el dolor de mi corazón, pero no recibí ninguna reprimenda porque todos sabíamos que era la única posibilidad que teníamos.

El gordo González se preparó como todo un profesional: Se puso bien los guantes, canchereó con el jugador que iba a patear, intentando ponerle nervioso, habló con el árbitro, levantó los brazos unas cuantas veces, miraba al cielo, se paseaba por el área… todo lo que haría un profesional en una instancia decisiva.

El resto de compañeros, todos, nos encomendábamos a lo que cada uno creyera. Yo casi no quería mirar. Recibí el consuelo de mis compañeros del banquillo y juntos, abrazados, nos dispusimos a mirar el desenlace. Internamente yo creía en el milagro, en que el gordo González se pudiera convertir en héroe, en levantar la copa de campeón. El se lo merecía, había trabajado todo el año esperando este momento. El momento decisivo. El penalty atajado que lo elevaría a la categoría de salvador. Todos trabajamos día a día, ya sea en un despacho, en un banco, en un hospital, en una tienda, en un colegio, frente a un ordenador, todos, esperando nuestro gran momento. Y para el gran gordo González, ese gran momento había llegado.

El árbitro que pita y el delantero que va a patear, yo cierro los ojos y escucho un gran estallido, un gran grito. Abro los ojos esperando encontrar a mis compañeros saltando de alegría, pero lo que veo es a todo el equipo rival abrazándose por el gol anotado.

¿Y qué esperabas? Los milagros no existen. Salimos segundos. Perdedores. Nunca más pudimos disputar una final. Nunca tuvimos nuestro gran momento.

14 de julio de 2011

Oh my God, oh my God




Era canadiense. Se llamaba Grace y era una rubia de lo más bella que he visto en mi vida. Bueno, ES, porque no ha muerto, que yo sepa. Cuando la conocí, en casa de unos amigos, me acerqué tímidamente y me sorprendió su buena aceptación y simpatía. Eso me envalentonó, claro, así que me intenté acercar más y más cada día. Un mensaje de texto en el móvil, una llamada de vez en cuando. Invitaciones a salir, a pasear, a hacer cosas. Hasta que al final lo conseguí. Con el primer beso empezó una bonita historia de amor que pudo ser diferente si no fuera por esas cosas extrañas que tiene la naturaleza y la vida en general. Ella decía todo el tiempo que a veces te ocurren cosas que debes interpretar como verdaderas señales del destino. Y ella creía mucho en el destino.

Era un domingo de agosto. Llevábamos 3 semanas saliendo y yo estaba de lo más feliz. Ese día no hacía mucho calor, así que decidimos ir al parque en vez de ir a la playa. Camino a nuestro destino pasamos a comprar un helado y caminábamos como dos quinceañeros, viviendo una bonita historia de amor. Nunca había conocido a una canadiense, pero ella estaba dejando en alto el nombre de ese país. Conversábamos a medias entre su español y mi inglés, ambos malísimos, pero nos entendíamos y más aun, esa torpeza con las palabras nos divertía mucho.

Llegamos al parque, lo recorrimos entero y decidimos descansar un ratito a la sombra de un árbol. Me recosté y ella hizo lo mismo apoyándose en mi. Cerré los ojos y recuerdo haber disfrutado ese momento como si fuera uno de los últimos de mi vida. Me sentí feliz. Grace era una mujer perfecta. O casi. Su manía con las señales de la vida y esa cosa del destino que nunca entendí muy bien, me descolocaban un poco, pero más allá de eso, creo que era perfecta. Me hubiese gustado llegar a descubrir sus imperfecciones, pero no hubo tiempo.

La tarde transcurría, la gente paseaba a nuestro alrededor, familias enteras, turistas, jóvenes haciendo malabares, niños jugueteando con sus mascotas. Nada malo, nada incorrecto. Pero como siempre en mi vida algo tiene que salir mal en el mejor de los instantes, pues simplemente sucedió. Nos habíamos incorporado y ya no estábamos recostados, sino que estábamos sentados mirándonos de frente. Conversábamos de la vida y recuerdo haberle dicho una frase que pareció profética: “Hay que disfrutar cada momento como si fuera el último”. En realidad no sé muy bien qué mierda quise decir, porque no soy ni muy profundo ni muy filosófico como para lanzar ese tipo de tonterías al viento, pero resultó ser de lo más categórico. En ese momento, sentí un crack y un posterior ruido terrible, como si fuera a terremotear –créeme, sé de terremotos- y por un movimiento completa y absolutamente instintivo, miré al cielo y vi que más de la mitad de la copa del tremendo árbol bajo cuya sombra nos encontrábamos, se venía abajo, rápida e irremediablemente. Alcancé a gritar “¡CUIDADO!” y me salí del sitio lo más rápidamente posible. Grace también hizo lo mismo sin dudar y ambos nos quedamos mirando cómo esa mole hecha de ramas y miles de hojas caía sobre el lugar exacto donde la feliz pareja estaba hasta hacía sólo unas cuantas milésimas de segundo. Increíble. Pero jodidamente cierto.

No dijimos palabra, simplemente nos quedamos mirando cómo pudimos haber muerto –o quedado malamente heridos- bajo aquella gran parte de árbol que sólo tenía la labor de protegernos del sol. La gente se acercó en masa rápidamente a ver qué diablos había sucedido y empezó a atosigarnos con preguntas como “¿están bien?”, “¿les ha pasado algo?” y otras de lo más absurdas del tipo “¿pero qué han hecho?”, como si 2 miserables seres humanos enamorados fuésemos capaces de proyectar una mirada láser para quebrar las imponentes ramas de aquel árbol gigante.

Grace tenía la mirada fija. Si ella era blanca por naturaleza, ahora parecía un verdadero fantasma y de sus labios sólo salía un murmullo que, al acercarme, noté que se traducía como “Oh, my God. Oh, my God.” Empezó a caminar alejándose de la escena y una vez que salimos del parque y llegamos a la esquina, sacó el habla para decirme, con la mirada fija aun, que la dejara sola, que necesitaba estar sola. Le ofrecí mi compañía, pero insistió con un pequeño grito que lo que necesitaba era estar sola. Acepté y la dejé ir. Y por más que intenté llamarla, ir a su casa y verla, nunca más lo conseguí. Después de una semana, recibí un correo suyo que decía que no podía verme más, que la experiencia del árbol había sido una clarísima y traumática señal de que yo era peligroso y que algo malo le podía pasar. Siendo justo, también dejaba abierta la idea de que ella fuese la peligrosa para mí, lo que igualmente la hacía decidir alejarse completamente.

Y esa fue la historia más bonita de amor que he tenido, cortada abruptamente por el misterioso capricho de un árbol viejo que decidió irse abajo en el momento exacto en que estábamos bajo su sombra. Creo que después de recordar, leer y repasar lo que ocurrió, yo también creo un poquito en eso que llaman destino.

8 de julio de 2011

El perro no dijo ni mu



Era un día normal de julio. El calor era insoportable, así que me levanté temprano y en un par de horas tenía toda la casa limpia y ordenada. Sólo me faltaba poner una lavadora y salir a comprar un par de cosas al supermercado, así que, para no esperar el sol de la tarde, decidí ponerme manos a la obra y terminar toda la faena. Después de poner la ropa en la máquina de lavar, cogí el carrito de la compra y bajé a comprar al súper más cercano, que está a unas 2 calles de mi casa.

Bajé y crucé la calle con la intención de atravesar en diagonal la plazoleta que está justo en frente de mi edificio, para hacer el camino más corto y disfrutar también de la sombra de los arbolitos. Precisamente en uno de esos árboles me fijé en un perro que estaba haciendo sus necesidades, feliz de la vida. Me pareció muy parecido al Horacio, el perro de mi vecina. Muchas veces nos hemos encontrado en las escaleras, así que conozco perfectamente al animal. Me pareció extremadamente raro verlo ahí, solo, sin rastro de su dueña. Me acerqué y lo llamé, a ver si se daba por aludido y movía la cola o algo. Efectivamente, el perro escuchó mi voz y comenzó a dar saltitos y a mover el rabo, con lo cual decididamente confirmé que se trataba del famoso Horacio. Le pregunté por qué estaba tan solo y que dónde estaba su dueña, la señora María. Claro, el pobre perro no dijo ni mu.

No supe qué hacer. Fue una de esas situaciones en que la cabeza gira a un montón de kilómetros por minuto pero finalmente no llega a ningún destino. Si lo dejaba ahí sabiendo que era el Horacio y le pasaba algo, lo lamentaría. Pero era tan raro que el animal estuviera ahí sin su dueña que decidí dejarlo y seguir con mi camino al supermercado.

Dándole todavía vueltas al asunto, entré en el almacén y comencé a buscar las cosas que necesitaba. Cuando ya tenía todo listo y estaba camino a ponerme en la fila de la caja para pagar, me crucé con la señora María, mi vecina y la flamante dueña del perro que yo creía haber visto en la plazoleta. Su cara era de absoluta pesadumbre. Tristeza total. Nos saludamos y sin esperar ni un minuto, le comenté la situación. Le dije que en la plaza había visto a un perrito muy parecido al Horacio y que me extrañó mucho no haberla visto cerca. Los colores le volvieron al rostro como por arte de magia y respiró profundamente, transmitiéndome la sensación de completo alivio. Agradeció a un dios –en verdad no sé a qué religión pertenece mi vecina, si solo nos hemos cruzado unas cuantas veces- y dijo que lo estaba pasando muy mal. Me contó que ella iba camino al supermercado cuando de pronto se le cruzó un joven con muy mal aspecto y arrinconándola contra la pared, cogió al perro en sus brazos y se le acercó intimidándola con un lenguaje soez, diciéndole que tendría que elegir entre darle 100 euros o quedarse con el perro. Ante la angustia, ella pensó en entregarle el dinero al chico, pero la verdad era que no tenía suficiente, si apenas llevaba los 20 para hacer la compra. El chico pensó en recibir esos 20, pero pensó que la pobre vieja lo estaba engañando e insistió en los 100. Supongo que para ser consecuente con su acción, el chico decidió coger al perro y desaparecer. Mi vecina se quedó helada y no supo qué hacer, y pasados unos minutos, se dio cuenta que el Horacio ya no aparecería. Casi sin poder respirar y guiada sólo por la inercia, la pobre señora María siguió caminando al súper, donde finalmente me la encontré.

Dejó ahí tirado su carro con las pocas cosas que pensaba comprar y salió corriendo -lo más rápido que podía- para encontrarse con su querida mascota. Yo me alegré de haber sido la fuente de su alivio, pero pensé que esta vez el pobre Horacio no tuvo la suerte de librarse de su dueña. Siendo su vecino me imagino lo que debe vivir cada día el pobre perro. Lo siento, pequeño amigo, pa' otra vez será.

30 de junio de 2011

La culpa no es sólo mía


Soy un animal de costumbres, algunas “buenas” y otras que son detestables. Lo digo para que trates de entenderme y no me juzgues tan mal. Una de esas costumbres era que todos los días, saliendo del trabajo, me fumaba un cigarrillo en lo que tardaba en llegar a coger el metro. Y saliendo del metro, me fumaba otro cigarrito en lo que tardaba caminando a mi casa. Así cada día desde que trabajo, hace unos 6 o 7 años. Lo disfrutaba enormemente. Pero como todo en la vida tiene peros, a mis 30 vi afectada mi capacidad pulmonar. Supongo que haber sufrido de asma toda mi vida hizo más fácil la labor del tabaco en mi cuerpo, así que el médico no encontró una forma mejor de ayudarme que prohibiéndome el cigarro. Como estaba preocupado por mis constantes pérdidas de respiración, no dudé en hacerle caso y, además, seguí su recomendación de masticar un chicle en los momentos en que acostumbraba a fumar. Así que en esos minutos de caminata entre trabajo-metro-casa, reemplacé el delgado pitillo de tabaco por una goma de mascar. De menta fresca.

He dicho que soy animal de costumbres, así que fue normal que el chicle se convirtiera en amigo de andaduras. Aquí una de esas costumbres detestables: Al igual que siempre hice con el cigarro, adopté la misma tradición de tirar el chicle justo antes de entrar a casa. Lo sé, no tienes para qué decírmelo. Es horrible, pero sí, tiraba cada día el chicle en el árbol que da al portal de mi piso. Día tras día, un chicle masticado iba a parar a los pies del álamo que tengo justo en frente de mi casa, todo por no caminar los 15 o 20 metros que me separan de la papelera más cercana.

Hasta que recibí esa nota.

Resulta que cada mañana al salir de casa, encontraba una paloma muerta justo delante de mi portal. Así durante unos 4 o 5 días. Me pareció de lo más extraño, porque me constaba que todas las noches, al volver, la paloma muerta que había visto en la mañana ya no estaba. Pero aparecía otra a la mañana siguiente. No tenía explicación hasta que pasada una semana, vi pegado en el árbol un papel con grandes letras negras que decía ¡ATENCIÓN! 

Obvio que me acerqué a mirar de qué se trataba, porque me parecía de lo más extraño el tronco de un árbol como sitio para pegar publicidad o propaganda, si habitualmente esas cosas se encuentran en paneles de información o en las mismas paredes. Efectivamente, lo que estás pensando era cierto. El mensaje tenía un solo destinatario en el barrio, YO. El papel decía lo siguiente: “¡ATENCIÓN! A la bella persona que tiene la bonita costumbre de tirar chicles en el árbol, ¡NO LO HAGAS MÁS!, porque los pájaros intentan comerlo y se mueren al no poder tragarlo. ¡Camina los 10 miserables pasos hasta llegar a la papelera! Saludos, tu camión recolector.”

Tragué saliva y entendí inmediatamente. Me sonrojé, quité el papel y pensé en que más de una persona me tiene que haber identificado como el culpable de estos crímenes. Las palomas no me gustan, pero no quiero pensar en que se mueren por mi culpa. Y tampoco me gustaría que el señor que recoge la basura se enfade y no recoja más al pájaro muerto, lo que provocaría un foco de infecciones seguro. 

Esa noche tuve pesadillas con palomas muertas, como era de esperar. Al día siguiente, al volver del trabajo me saqué el chicle de la boca, hice la bolita acostumbrada y justo cuando lo iba a tirar al árbol, me di cuenta que una paloma se me quedaba mirando fijamente. Un aire frío recorrió mi cuerpo de pies a cabeza. Suena ridículo, pero aparté mi mirada de la suya y, reponiéndome de la impresión, caminé los 18 pasos hasta la papelera. Desde ese día, al pasar por el árbol con el chicle en mis dedos, recuerdo la mirada de ese pájaro, siento un mini escalofrío y camino a la papelera. Adquirí esa costumbre. Nunca más tiré un chicle en el árbol.

La culpa la tengo yo, ya sé, por tener costumbres asquerosas. Pero pienso que también el médico que me alejó de mis queridos cigarritos. Y también el colegio de dentistas, que recomienda el uso del chicle para mantener los dientes saludables, pero nada dice de los focos infecciosos que pueden causar. Claro, los dientes quedan estupendamente, pero vas por la vida matando palomas. ¡Qué cargo de consciencia deberían tener!

16 de junio de 2011

Un día estupendo



Llevo 3 meses en la ciudad y mis ahorros ya han volado como esas asquerosas palomas en la plaza de armas. De todos modos, sabía que no durarían mucho, así que en cuanto llegué me puse a buscar trabajo, en lo que fuera. Eso que llaman crisis aquí está afectando más de lo normal, con lo cual sólo pude conseguir un trabajo de medio tiempo repartiendo pizzas. Justo a tiempo. No tengo moto, obviamente, pero convencí al encargado de que lo mío era la bici. Tuve que gastar lo último que me quedaba en una bicicleta de segunda mano y esperar a que mi suerte cambiara a partir de ese momento.
Cambió, sin duda, pero no sabría decir qué camino tomó.

Ese día, el primero de trabajo, amaneció nublado y llovió durante mucho rato, pero pese a esto mi optimismo estaba fuera de discusión. Empezaría a trabajar y con eso podría pagar mi vida en una ciudad tan cara como esta. No ganaría una millonada, pero al menos podría pagar el alquiler y la comida durante unos cuantos meses, hasta que encontrara un trabajo en lo mío. Así que, con el pecho cargado de ánimo y buena vibra, salí de casa. Había dejado de llover, lo que tomé como una verdadera buena señal. El jefe me recibió bien, con una sonrisa, y me puse de inmediato a sus órdenes. El primer encargo ya estaba por salir del horno: Una deliciosa pizza mediterránea, esa que lleva mozzarella, atún, pimiento verde, pimiento rojo y el toque final de orégano. Mmm, ¡cómo olía! Había comido algo en casa hacía menos de una hora, pero ese olor abría el apetito como por arte de magia. El domicilio del cliente me pareció excesivamente lejos, pero pensé que quizás era una prueba a mi espíritu trabajador. Sin poner mala cara recogí la pizza, la metí en la caja que me habían pasado con el logo de la pizzería y comencé a pedalear.

Nubes amenazantes cubrían el cielo, pero pensé que la suerte estaba de mi lado y que no llovería. ¡No podía llover en mi primer día de trabajo! Llevaba pedaleando unos 20 minutos cuando me di cuenta de que estaba un poco perdido. Revisé la dirección y me ubiqué en el mapa que llevaba conmigo. Efectivamente, había pasado hace unas cuantas calles mi destino, sin darme cuenta. Empecé a retroceder y por seguir el sentido del tránsito me metí por calles con bastante mal aspecto. Mi jefe me había advertido que tenía que cumplir las reglas del tráfico, porque las multas que la policía me pudiera poner las pagaría con mi sueldo. Así que me tuve que detener en ese maldito semáforo en rojo.

Ni bien me había detenido cuando se acercaron 3 chicos con cara de pocos amigos. Me preguntaron con tono irónico de qué era la pizza que llevaba y si tenía algo de dinero que les pudiera dar. Me puse muy nervioso, pero pude darme cuenta que cualquier respuesta era mala: Se llevarían la pizza o el dinero. Intenté entrar en diálogo con ellos, pero fue peor. Se empezaron a reír mientras me rodeaban e intentaban abrir la caja donde venía la pizza. Les comenté que era mi primer día de trabajo y que por favor no me hicieran nada, que no tenía nada de dinero –era verdad- y que no podía volver a la tienda sin el importe de la pizza. Obviamente, no me hicieron caso. Abrieron la caja, sacaron la piza y, no contentos con eso, me pidieron –no con buenas palabras- que me bajase de la bicicleta. Intenté resistirme, pero un pequeño cuchillo en la mano de uno de ellos fue argumento más que suficiente para obedecer sus órdenes. No podía ser verdad… eso no podía estar pasando. No sé de dónde saqué el coraje para comenzar a forcejear con ellos -con los 3- e intenté recuperar mi bici. La discusión y el forcejeo se acaloraron tanto que no tuvieron más opción que empezar a golpearme. Sí, me defendí y en eso golpeé a uno de ellos, pero 6 manos y 6 piernas pudieron contra los míos. Paliza.

Me dejaron tirado en medio de la calle. Sentí que de mi nariz salía un hilo de sangre y que mis costillas me dolían demasiado. A lo lejos los vi caminando felices de la vida, con mi bici, con la deliciosa pizza mediterránea y, lo peor, con mi dignidad.

Empecé a volver hacia la tienda, sospechando la carita que me pondría el jefe al saber lo que había pasado. Sin bici, sin pizza y sin el dinero. Tendría que volver a imprimir currículums para otra vez volver a buscar empleo. El día no podía ser peor, pero cuando estás así de cruzado con la fortuna, siempre te tiene algo guardado para joderte aun más: Empezó a llover otra vez, fuerte como no lo había hecho en todo el día, con truenos y relámpagos incluidos.

Estupendo día, golpeado, mojado, robado y humillado. Mañana será un día mejor. Malditos optimistas. 

2 de junio de 2011

El derecho de soñar

Por primera vez (quizás no la última) me permito publicar un texto que no es mío. Visto lo visto en las manifestaciones de Barcelona, Madrid y otras ciudades españolas, creo que es un buen momento para alzar la voz y gritar, a quienes nos manejan como títeres, nuestros sinceros deseos. Quizás nos miren mal, como es usual, y quizás nos sigan tratando con la punta del pie. Quizás se sigan riendo en nuestra cara y quizás nos sigan robando nuestro dinero, respeto, dignidad e ilusiones; pero nadie, nadie en absoluto, puede robar nuestro derecho a soñar.


(...) El derecho de soñar no figura entre los treinta derechos humanos que las Naciones Unidas proclamaron a fines de 1948. Pero si no fuera por él, y por las aguas que da de beber, los demás derechos se morirían de sed. Deliremos, pues, por un ratito.

El mundo, que está patas arriba, se pondrá sobre sus pies:

En las calles, los automóviles serán pisados por los perros.
El aire estará limpio de los venenos de las máquinas, y no tendrá más contaminación que la que emana de los miedos humanos y de las humanas pasiones.

La gente no será manejada por el automóvil, ni será programada por el ordenador, ni será comprada por el supermercado, ni será mirada por el televisor.
El televisor dejará de ser el miembro más importante de la familia, y será tratado como la plancha o el lavarropas.

La gente trabajará para vivir, en lugar de vivir para trabajar.

En ningún país irán presos los muchachos que se nieguen a hacer el servicio militar, sino los que quieran hacerlo.

Los economistas no llamarán nivel de vida al nivel de consumo, ni llamarán calidad de vida  a la cantidad de cosas.

Los cocineros no creerán que a las langostas les encanta que las hiervan vivas.
Los historiadores no creerán que a los países les encanta ser invadidos.
Los políticos no creerán que a los pobres les encanta comer promesas.

El mundo ya no estará en guerra contra los pobres, sino contra la pobreza, y la industria militar no tendrá más remedio que declararse en quiebra por siempre jamás.

Nadie morirá de hambre, porque nadie morirá de indigestión.
Los niños de la calle no serán tratados como si fueran basura, porque no habrá niños de la calle.
Los niños ricos no serán tratados como si fueran dinero, porque no habrá niños ricos.
La educación no será el privilegio de quienes puedan pagarla.
La policía no será la maldición de quienes no puedan comprarla.

La justicia y la libertad, hermanas siamesas condenadas a vivir separadas, volverán a juntarse, bien pegaditas, espalda contra espalda.

En Argentina, las locas de Plaza de Mayo serán un ejemplo de salud mental,  porque ellas se negaron a olvidar en los tiempos de la amnesia obligatoria.

La Santa Madre Iglesia corregirá algunas erratas de las piedras de Moisés. El sexto mandamiento ordenará: "Festejarás el cuerpo". El noveno, que desconfía del deseo, lo declarará sagrado.
La Iglesia también dictará un undécimo mandamiento, que se le había olvidado al Señor:
"Amarás a la naturaleza, de la que formas parte".

Todos los penitentes serán celebrantes, y no habrá noche que no sea vivida como si fuera la última, ni día que no sea vivido como si fuera el primero.

"El derecho de soñar", Eduardo Galeano.

19 de mayo de 2011

El hombre descalzo



Era una noche fría de enero. Estaba en el centro de la ciudad y volvía a coger la moto para irme a casa. ¡Dios!, qué frío hacía. Iba cruzando la calle con la llave de la moto en la mano cuando lo vi entre los coches que estaban detenidos esperando la luz verde. No era muy mayor, quizás tendría mi edad, pero la vida, supuse, lo había tratado mal. Llevaba la barba de muchos días y el pelo sucio. Lo peor, es que pese al terrible frío que hacía, el hombre iba descalzo. Sí, sin zapatos y con un pantalón corto que no le llegaba a las rodillas. Tragué saliva. No pude abstraerme ante tal imagen. Me conmovió. Me conmovió al límite. Maldije a la vida por la miseria que viven algunos mientras otros nadan en dinero. Pensé rápido qué podía hacer, pero no se me ocurría ninguna idea demasiado buena. Encima llevaba sólo un par de euros y nada que pudiera ayudarle de alguna manera. Él esperaba la luz roja del semáforo para inmiscuirse entre los coches rogando que alguien bajase el vidrio y estirase la mano con alguna moneda. Muy pocos lo hacían. Pensé que no podía irme del lugar sin hacer nada y se me ocurrió una idea. ¡Claro! En la cajuela de la moto llevaba un par de zapatillas que usaba para ensayar con mi banda de rock. Resulta que toco la batería y es muy incómodo darle al bombo con unos zapatos muy gruesos. Por eso llevaba esas zapatillas en ese momento. Sí, decidí dárselas. No tenía otros calcetines para darle, pero el tipo sin duda agradecería llevar un calzado que le protegiera del frío que calaba los huesos. Él, mientras tanto, entre luz roja y luz roja se acurrucaba en el portal de un edificio para calentarse las piernas y los pies con una frazada que tenía. Supuse que era lo único que lo abrigaba por las noches.

Cogí las zapatillas, me acerqué y lo saludé. Me respondió con un acento extraño, que no supe descifrar de donde era. Le pregunté que por qué estaba descalzo si hacía tanto frío y me respondió que así era la vida, que era pobre y que tenía que pedir para comer. Me quedó lo suficientemente claro como para no preguntar nada más y le entregué las zapatillas. Le comenté que se las regalaba, pero que la condición era que se las pusiera inmediatamente para contener de alguna forma el frío que hacía. Me agradeció humildemente, con la cabeza gacha, y me dijo que él no era de aquí, que en su país tenía familia y que intentaba tener algo de dinero para poder enviar cada cierto tiempo. Pensé que no debía juntar demasiado haciendo lo que hacía, pero me dí fuerzas para no maldecir otra vez delante suyo y sólo se me ocurrió preguntarle si necesitaba algo más, pensando en algo de ropa que pudiese llevarle al día siguiente. Él me pidió comida. Comida caliente. Se me apretó el estómago aun más y prometí llevarle una sopa. Lo dejé ahí, mientras él se ponía las zapatillas y cuando ya me iba, escuché que me decía que le quedaban bien, además de ver cómo levantaba el dedo pulgar en señal de agradecimiento. Aquella noche no dormí bien.

Al día siguiente, por la noche, tal y como había prometido, preparé en un tupper una sopa lo más caliente que pude, además de meter en una bolsa un par de calcetines, pantalones largos y un suéter. Preparé todo y fui a su encuentro. Habíamos quedado a la misma hora en la misma esquina del día anterior, pero no lo encontré. Me quedé esperando, pero no lo vi por ningún sitio. Di un par de vueltas en la moto por la manzana pero no hubo caso. En un principio pensé lo peor, pero después de unos minutos me calmé y quise pensar en que quizás el hombre no pudo llegar, aunque la idea que más fuerza tomó en mi cabeza fue la de que el tipo estaba acostumbrado a que las personas le prometieran cosas que no cumplían. Otra vez pensé en la injusticia social, descargué mi rabia en forma de palabras contra la vida y contra quienes hacen de este mundo un lugar así. Decidí volver a casa con un amargo sabor de boca. Sí, amargura es la mejor palabra para definir lo que sentía en esos momentos.

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Lo volví a ver, no hace mucho. Y no muy lejos de la esquina en que estuvimos charlando aquella noche. Yo iba en la moto, un día cualquiera a una hora de la tarde, no muy tarde. Me detuve en un semáforo y lo vi a lo lejos. Estuve seguro de que era él. Incluso nos miramos a los ojos durante un milisegundo, pero no me conoció. Claro, yo iba con el casco que me tapa la mitad de la cara. Él llevaba la misma camiseta, la barba quizás un poco más larga y el mismo pantalón corto con el que lo vi hace un par de meses. Me fijé en sus pies. Obviamente, iba descalzo.

5 de mayo de 2011

El As bajo la manga



Esa noche iba a ser una gran noche. Llevaba esperándola varios días, preparándome incluso mentalmente. Si quieres ser el mejor en algo, tienes que demostrarlo en las grandes ocasiones. Y esa era mi ocasión. 


El póker se ha metido en mi vida como una mala droga y ahora no me deja en paz. Vivo por y para el póker. La adrenalina que te genera es indescriptible. No se compara con nada que haya conocido. En varias sesiones he demostrado ser de los buenos, pero esa noche, frente a ESE contrincante, tenía la oportunidad de demostrar que soy el mejor.

Una mesa redonda, 5 jugadores, un crupier, mucho dinero en juego y las cartas echadas. 3 de los jugadores tenían experiencia, pero no estaban a mi nivel ni al de mi experto contrincante. Eso se notó rápidamente en las primeras manos, en que, o bien se retiraban, o bien intentaban juegos de distracción, sin éxito, por supuesto.
La sala se llenó rápido del humo de los cigarros, creando esa atmósfera tan conocida y tan característica de este juego. Las copas del whisky corrían y los nervios de todos parecían estar hechos de acero. Sólo uno llevaba esas gafas oscuras que intentan mantener tu rostro inexpresivo. Lo que no saben ellos es que, en esos momentos, todo tu cuerpo habla: cómo mueves las manos, cómo te sientas, cómo ajustas los hombros, etc. La más mínima mueca de tus labios te delata y yo me he convertido en experto lector de esas señales. Es parte de la estrategia ganadora, claro.


Varios miles de euros se habían jugado ya pasadas unas 2 o 3 horas. La noche estaba siendo grata para mí, sin duda. Había sido cauto cuando correspondía y agresivo cuando vi la oportunidad de atacar. Todo me había salido a pedir de boca. ÉL también demostraba que es un ganador nato. En cada mano se notaba su experticia y no dejaba lugar a dudas en cuanto a sus capacidades y posibilidades de juego. Si no podía atacar, se refugiaba; cuando se veía acorralado, intentaba escapar por otro sitio y siempre lo conseguía; cuando se le daban todas las cartas para hacer fácil la cacería, lo hacía sin vacilar. Sí, era admirable, la verdad. Pero yo no decaí en la intención de hacerle un poco más difícil la partida.


Llegados a la mano clave necesité todas las habilidades de las que era poseedor. La apuesta inicial era muy alta, unos 2000, pero con las cartas que me había tocado, no dudé en igualar y poner sobre la mesa unos 500 más. Uno se retiró enseguida y los otros dos igualaron la apuesta con unas dudas muy evidentes. ÉL no se inmutó, igualó mi apuesta y puso sobre la mesa 1000 más. Los otros dos desistieron y abandonaron. El As en mi mano acompañado de una Jota de corazones, que a su vez hacía par con la Jota de tréboles que había en la mesa, reforzaban mi seguridad. Decidí igualar la suma y poner 1000 más, quemando todos los cartuchos de los que disponía. Llegado el último momento y en caso de extrema premura, estaba dispuesto a utilizar el As bajo la manga, con el que hacía 2 pares imposibles de igualar. Pero ÉL o tenía una jugada maestra o pensaba que lo mío era un farol, porque sin mover una ceja igualó mi apuesta y puso 1500 más para ver lo que yo tenía. ¡Mierda! El muy cabrón había conseguido intimidarme y ya no estaba seguro de lo que había hecho. No podía dar paso atrás, así que opté por hacer el juego de manos para pasar la carta a mis dedos sin que nadie lo notase.


Controlando al máximo mis nervios resistí la mirada penetrante de todos los miembros de la mesa, cogí el dinero para igualar la apuesta y en el momento en que volvía mis manos a su posición habitual, intenté el movimiento fugaz para hacerme con la carta. ¡Mieerrrrda! ¡¡No contaba con el sudor de mis dedos!! El movimiento fue demasiado torpe. Todos se dieron cuenta, estaban indignadísimos y dispuestos a hacerme pagar por intentar cometer una de las principales y más viles trampas de este juego.


ÉL toma la posición líder, se levanta de su silla, rodea la mesa y viene en dirección a mí. Su mirada me aterroriza y entro más en pavor cuando me coge del cuello de la camisa. Decididamente iba a golpearme, pero por suerte justo en ese momento entró mi madre a la habitación y nos separó, no sin antes reñirnos a los gritos por estar jugando a un juego de “mafiosos y delincuentes”, según sus palabras. 


Vale, que con 13 años ganarle a tu hermano mayor y sus amigos en estas cosas cuesta mucho. Pero seguro que cuando juguemos con billetes de verdad, y no los del Monopoly, ya me tocará salir victorioso. Por cierto, y sólo para lavar mi imagen, lo del whisky y el humo era sólo parte de mi imaginación
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28 de abril de 2011

Mi carrera en el 600



Hacía pocas semanas que mi padre había conseguido, por fin, arreglar el viejo 600 después de varios meses juntando dinero para poder desabollarlo. Él había tenido un pequeño accidente y en esa época los seguros no eran lo que son ahora; si querías que tu coche luciera como nuevo tenías que juntar moneda a moneda el coste del taller mecánico.

Un día lunes de primavera, por la mañana, antes de ir al colegio y mientras él terminaba de desayunar, mi viejo me dio las llaves del Fiat para que yo lo pusiera en marcha y calentara el motor para un desplazamiento sin problemas. Como en cualquier vehículo viejo, esto era imprescindible en nuestro Fito.

A mis 12 años yo ya había hecho esa tarea varias veces: Metía la llave, verificaba que la palanca de marchas estuviera en neutro, le daba unas cuantas patadas al pedal de acelerador y hacía contacto. Ese día no tenía por qué ser diferente, pero lo fue.

Estando con el motor ya en marcha y sin ninguna explicación, comencé a jugar y a imaginar que era un piloto profesional. Sin ser consciente, puse el pie en el pedal de embrague y metí la primera marcha. Apreté poco a poco el acelerador mientras quitaba el pie izquierdo del embrague y, evidentemente, el vehículo comenzó a avanzar. A los conductores primerizos esa acción les es especialmente difícil y generalmente termina con el motor detenido sin haber avanzado ni medio metro, pero en mi caso la fortuna no fue una buena amiga y permitió que me desplazara 3, 4 y hasta 5 metros, con el coche cogiendo cada vez más velocidad. Cuando vi que empezaba a moverse, los nervios se apoderaron de mí y, creo recordar, cometí el gran error de pisar aun más el acelerador cuando lo que tenía que haber hecho era mover el pie al freno y pisarlo con fuerza. Claro, te lo cuento y te ríes, pero si tuvieras 12 años y hubieras estado en mi lugar, seguramente te hubiera pasado lo mismo. Malditos nervios.

Mi breve pero intensa carrera acabó con el 600 estrellado contra el manzano que teníamos en el patio, unas cuantas ramas encima del capó –haciendo aun peor el efecto visual del accidente-, el Fito otra vez destrozado y un crío de 12 años temblando de miedo en el asiento del conductor. Lógicamente, el suceso provocó el suficiente escándalo auditivo como para que mis padres salieran corriendo de casa a ver qué había sido ese gran ruido. En ese instante creo que el demonio en el que muchos creen se apoderó de mi padre, porque nunca lo había visto con el rostro tan desencajado. Hirviendo de rabia abrió la puerta y me sacó del coche tirándome violentamente de un brazo. Fue tanta la fuerza que ejerció en ese movimiento que me tiró de boca directamente al suelo. Yo no me enteraba de qué estaba pasando. Sabía que la había cagado y que era responsable de lo que le había pasado a nuestro querido 600, pero no pensé que además tuviera que recibir una paliza por eso. Efectivamente, mi padre comenzó a darme golpes de puño y patadas mientras yo estaba en el suelo. Las lágrimas del dolor se mezclaban con la sangre que salía de mi nariz y de mis labios y sólo podía mover mis brazos y piernas con el fin de hacerme un ovillo y protegerme del ataque de la persona que me vio nacer. Como ruido de fondo escuchaba los gritos de mi madre que intentaban calmarlo, sin éxito. No sé si habrán sido 20 o 30 segundos pero, como siempre en estas cosas, para mí se convirtió en una eternidad. Recuerdo haber recibido golpes en cada una de las partes de mi cuerpo y lo sabría por los terribles dolores y moretones que aparecerían al siguiente día.

Cuando ya no podía más, en medio de la golpiza, recuerdo que abrí un ojo y vi a mi madre viniendo hacia nosotros con la escoba empuñada como si fuera un bate de béisbol listo para golpear la pelota. Vi sus lágrimas en los ojos -que miraban fijamente a mi padre- y la furia en la expresión de su cara. Ella estaba a 2 metros de nosotros cuando cerré los ojos otra vez y esperé el golpe que terminaría con mi calvario.

Dicen que las cosas pasan por algo. El golpe que detuvo a mi padre no fue el de mi madre, sino el de una gran rama que cayó del árbol chocado por el 600 y que le dio en plena cabeza justo cuando mi madre le iba a golpear. Lo dejó inconsciente, tirado justo al lado de la rueda trasera. Curiosamente, mi viejo tenía que haber podado el árbol el día anterior, pero entre la siesta, el fútbol de la tele y la cerveza con los amigos, se le pasó el tiempo.

21 de abril de 2011

La única vez



Así, como me ves, siempre me ha ido bien. Desde pequeño he tenido suerte, no me puedo quejar. Claro, las ha habido espectaculares y las ha habido no tanto, pero nunca he pasado hambre. Tú ya me entiendes, se me da bien. Es difícil que alguna se me resista. No sé, sé jugar mis cartas, sé usar las tácticas precisas según la estrategia que convenga adoptar. Eso sí, el comienzo no fue nada fácil.

Cuando tenía 4 o 5 años tuve el primer acercamiento femenino. Todavía no sabía ni hablar correctamente. ¡Puaj! En ese momento, evidentemente, no estaba interesado en otra cosa que en jugar con mis tonterías de niño, pero esa mujercita ya apuntaba maneras de niña grande. Vivía a un par de casas de la que mis padres habían comprado. A los 2 o 3 días de habernos mudado, llegó a visitarnos por primera vez. Mi madre, al verla tan pequeña y simpática, no halló nada mejor que hacerla pasar y presentarnos. Recuerdo que la vi y supe en ese mismo instante que la odiaba. No quería saber nada de ella. Nada. Era una niña gordinflona, con las piernas más cortas de lo normal, casi no tenía dientes y su madre tenía tan pésimo gusto que la peinaba con 2 coletas, con lo que la hacían parecer un dibujo animado mal hecho. No sé si era porque en el barrio no había más niños o qué, pero la niña se empeñó en ir cada día a mi casa durante ese verano. Hablé seriamente con mi madre –todo lo serio que puede hablar un niño de 5 años- y le dije que no quería que dejase entrar a la niña, que me caía mal y que no la soportaba. Mi madre se sonrió y la defendió diciendo que era una niña muy linda, muy simpática y muy alegre. Le dije que no me importaba si era alegre o no; lo único que quería era no verla más.

Cosas del destino –o de los malvados padres, los suyos y los míos-, aquel año la matricularon en el mismo colegio que yo, de manera que me vi obligado a ir cada día con ella a la misma clase en el mismo colegio, además de volver a casa después de cada jornada, con sus padres o los míos. Creía que era una maldición, no podía ser otra cosa. Y ya sabes, en esos juegos de primeros años de escuela en que te hacen bailar, actuar y un montón de cosas más, adivina con quién me tocaba. Sí, esa maldita niña era mi sombra; no me dejaba en paz. Incluso tuve que tomarle las manos y la cintura en un baile folclórico que hicimos. Imagínate. La odiaba, te juro que la odiaba.

Y así fue hasta que, pasados 2 o 3 años, por fin tuve el valor de decirle lo que pensaba. Eché fuera todo lo que llevaba acumulando durante días, semanas, meses y años. Le dije que estaba arruinando mi niñez, que la encontraba fea y gorda y que jamás iba a ser su amigo. Sí, recuerdo que la pobre gordita se puso a llorar enseguida, y no paraba. Creo que la hice sufrir. Recuerdo que ese día fue la penúltima vez que la vi. La última fue cuando iba en el asiento trasero del coche de su padre el día que hicieron la mudanza. Sí, se cambiaron de casa a las pocas semanas de haberle soltado todo mi odio. No sé, no creo que haya sido por eso. ¡Si éramos unos niños!

Después, prohibí a mis padres hablar de ella. Sí, me hicieron caso. Pasó al olvido como por arte de magia. Quizás qué habrá sido de ella. Ojala se haya puesto un poco más guapa o, al menos, más delgada. Sí, ¿te imaginas? Ah, no me acuerdo. Sólo recuerdo que la llamaba Talina o Taolina. Jaja, sí, no te rías, recuerda que ni podía hablar. Espera un momento, que me llaman por el fijo.

- ¿Sí? Sí. Vale, sí, sí, lo tengo. Se lo llevo en un momento. Vale.

Perdona, era mi jefa, que me está pidiendo unas cosas. ¿En qué iba? Ah, sí, esa fue mi única mala experiencia con el sexo opuesto. Jaja, ya ves… ¡mierda!, espera, otra vez el maldito teléfono.

- ¿Sí? Sí. Vale, señora Carolina, se lo llevo enseguida. Perdone. No, no estoy hablando por teléfono. Sí, no se preocupe, ahora voy.

Oye, te dejo, era mi jefa otra vez. Esta mujer parece que me odia. Sí, es como si me hubiese conocido en otra vida y me esté haciendo pagar mis pecados. Está buenísima y sólo por eso la aguanto, pero te juro que me hace la vida imposible. Vale, hablamos otro día, chau.


14 de abril de 2011

Jugar el juego




Soy de esas cabezas inquietas, juguetonas, que no paran de trabajar aun en esos “tiempos muertos” que todos tenemos en nuestro día a día: cuando sales de tu casa camino a tomar el transporte, mientras viajas en el metro, cuando esperas en la cola de algún banco o mientras subes en el ascensor. Esos momentos, breves instantes, los aprovecho jugando a inventar situaciones, cual guionista de cine. Me fijo en el niño que se cruza conmigo y arrastra su mochila de camino al colegio o en el señor de bigotes que cada mañana está sentado en la misma mesa de la misma cafetería frente a la boca del metro. Me fijo en sus caras, en sus expresiones, en sus posturas corporales y me invento una situación para ellos. Así, en mi cabeza, el niño aquel día tiene un examen de matemáticas y por eso se quedó estudiando hasta tarde, pero no le irá bien porque tiene a su madre enferma y de ahí su cara de preocupación y ensimismamiento. El señor, también en mi imaginación, está divorciado hace poco y tiene una extraña sensación de liberación que lo empuja a buscar nuevas aventuras, que es la razón por la que extiende una mirada pícara a cada señora que se sienta cerca de su mesa. Lo sé, debo equivocarme en el 90% de los hechos que me invento, simplemente me divierte jugar con eso.

Esta mañana, cuando venía camino al trabajo, me fijé en una mujer que iba frente a mí en el metro y decidí hacerla partícipe de mi juego habitual. Era menor que yo, deduje, por su piel morena firme y tersa. Guapa, sí, definitivamente lo era. Preocupada de su apariencia por la combinación de colores en sus ropas y cuidadosa al detalle de cada parte visible de su cuerpo; bien peinada su corta melena, sobrio maquillaje que denota su buen gusto, uñas pintadas a la perfección en un tono extraño de rojo y su mirada altiva, como de modelo posando para una foto. Supuse que había estudiado cada expresión de su rostro frente a un espejo y me acordé de Eli, una amiga que hace lo mismo. Le inventé que iba camino a su trabajo y que en esa bolsa tan grande debía llevar disimuladamente algunos accesorios deportivos para ir, a mediodía, al gimnasio. No supe decir si era extranjera, así que me inventé que podía venir del norte del país y que llevaba viviendo en la ciudad unos 2 o 3 años, porque no tenía necesidad de mirar el mapa para ver en qué estación estábamos. En algunos momentos elevaba su mirada y echaba un vistazo hacia todos lados, como esperando no encontrarse con alguien. Por esto deduje que hace pocos días había peleado con su novio y que no quería encontrárselo en un sitio tan público. Cuando no usaba esa visión periférica, la mujer concentraba su atención en cada una de las personas a las que tenía cerca, entre los que me conté, y nos miraba de pies a cabeza con un movimiento sutil y disimulado de sus oscuros ojos. Eso me sugirió la idea de que la mujer, pese a lo serio de su semblante, también era de mente juguetona y estaba buscando al personaje ideal para sus fantasías. Me sonreí pensando en que me podía escoger, pero sentí un gran sonrojo cuando noté que se quedó mirándome fijamente.

Levanté la mirada y vi sus ojos directamente enfrentados con los míos, aunque la expresión penetrante de su rostro hizo que yo la bajase rápidamente. Tuve esa sensación incómoda que la mayoría de nosotros experimentamos cuando somos observados. Tragué saliva y me sentí por primera vez como uno de los actores con los que me gusta jugar, pero en este caso la obra era dirigida por otro.

Llegando a la penúltima estación de mi viaje, la mujer decidió transformarse en personaje activo de la escena y se me acercó lentamente con una coqueta sonrisa. Los nervios se apoderaron de mí, pero al verme sin escapatoria no tuve otra opción que levantar la vista y devolverle tímidamente la mueca de cortesía. Lo que definitivamente no esperaba era que me abrazase con una esforzada actitud cariñosa, movimiento que me dejó quieto, congelado y con los ojos tan grandes que casi se me salen de las órbitas. Debo admitir, también, que el dulce olor de su perfume tuvo un efecto placentero e hipnotizador.

Los 2 o 3 segundos que duró su abrazo fueron como 2 o 3 horas para mí, pero me tranquilicé cuando la sentí despegarse de mi cuerpo, justo en el momento en que las puertas se abrían. El siguiente movimiento se tradujo en su rápido descenso del vagón. Me giré a ver si me devolvía la mirada, pero lo único que vi fue su menudo cuerpo perdiéndose entre tantos otros que subían por la escalera mecánica. El instante de contracción muscular que produjo su abrazo me duró un par de segundos más, concretamente hasta que se cerraron las puertas y el tren reinició su viaje. No fue hasta que me bajé, en la siguiente estación, que noté que me faltaba algo. La mujer, jugadora experta en juegos que desconozco, me había ganado la partida.

7 de abril de 2011

Frente de liberación




Todo este tiempo nos hicimos llamar FDL, sigla explícita de nuestro gran objetivo: Frente de Liberación. Llevábamos muchos meses -casi un año- planeando lo que acabamos de hacer. Todo ha salido a la perfección, según lo que parece. Nos jugábamos la vida en esto. Cualquier error, por mínimo que fuera, nos hubiera costado demasiado caro. No sólo devolverían a los prisioneros adonde estaban, sino que nos encerrarían a todos nosotros también. Además, todos los recursos, el dinero invertido y los contactos aquí y en el extranjero desaparecerían sin más. Sí, arriesgábamos mucho, pero todos los miembros del Frente teníamos firmes convicciones personales. Era algo que se tenía que hacer.

El proyecto no era fácilmente realizable porque había muchas aristas, muchos puntos inconexos que debimos unir en poco tiempo. Tuvimos que diseñar un plan para, primero, hacer escapar a los prisioneros y, después, más difícil aun, hacer que desaparecieran de la faz de la Tierra. O que eso pareciera. Conseguimos el dinero necesario de diferentes maneras, no todas lícitas, lo sé, pero si me preguntan si me arrepiento, digo que no, porque todo valía por la causa. Los contactos en la prisión, fuera de ella, los altos mandos, los peces gordos, las personas que se encargarían de los prisioneros en el extranjero y todos quienes participaron de manera directa o indirecta fueron muy valientes.

Teníamos que actuar de noche, cuando las defensas tienden a bajarse. Y teníamos que hacerlo rápido y sin errores. Todos estábamos sincronizados y actuábamos en constante comunicación vía walkie talkies o móviles. La noche escogida fue sugerida por uno de los directivos de la prisión, al que pudimos contactar por segundas o terceras personas. Nunca lo vimos y lo tratamos siempre con un seudónimo, pero colaboró de manera importantísima. Teníamos 2 horas exactamente. Ni un segundo más. Entre las 3 y las 5 de la madrugada del sábado 25 de abril, todos los prisioneros debían salir rápidamente de su encierro y ser desplazados a diferentes destinos. Esto implicaba una organización gigantesca. Era un operativo casi militar y así lo tomamos. En un momento dado, pocos minutos antes de la hora señalada, tuvimos noticias de que alguien no involucrado estaba al tanto de la operación y pensamos que todo se iría por el garete. Meses y meses de arduo trabajo, planificación y puesta en marcha de un proyecto glorioso se irían al tacho de la basura. La sensación de todos fue de angustiante desesperación y desilusión, pero supimos mantener valerosamente la calma y esperar que fuese una falsa alarma. Efectivamente, se trató de un falso rumor, o más bien, de un malentendido, de los que ocurren muchos cuando estás trabajando bajo tan desgastante presión.

A las 2:59 una gota de frío sudor cayó de mi frente y me di cuenta del temblor que tenía en ambas manos. Tuve que intentar mantener la sangre fría, porque sabía que mi labor era fundamental y no podía fallar. A las 3 en punto el jefe de la operación dio la señal y todos empezamos a trabajar conjuntamente, cada uno haciendo la tarea que le había sido encomendada y en la cual llevaba entrenando varias horas diarias los últimos 2 o 3 meses, una vez que el diseño del proyecto estuvo terminado. Mi labor terminó, como estaba previsto, a las 3:14 y después todo fue esperar que las siguientes fases fueran cumplidas a la perfección. Y así fue. A las 5:46 de esta mañana volví a casa después de la noche más importante y estresante de mi vida. Estaba feliz. No cabía en mí de la satisfacción. Pensé que dentro de un rato todo el mundo estaría hablando de nosotros. Apareceríamos en cada noticiero, en cada periódico, en cada televisión del país y, seguramente, en casi todos los de todo el mundo.

Hoy a mediodía, en la tradicional comida familiar de los sábados, mi sobrinito me contó que en la mañana había ido con su curso al zoológico y que no había ningún animal. Todos habían desaparecido como por arte de magia y, además de su grupo de compañeros, toda una muchedumbre se había congregado en el lugar para constatar con sus propios ojos algo inimaginable. Mi hermano me comentó que la mitad del personal de la policía de investigaciones  estaba ahí haciendo pesquisas, pero que la opinión que se manejaba era que no había grandes pistas. Si el trabajo del Frente de Liberación ha sido bien hecho, de lo que estoy seguro, jamás encontrarán alguna.

1 de abril de 2011

Brindo



Brindo por haberte conocido, por haber compartido ese largo e intenso período de tiempo contigo, porque en el primer momento hayas tomado la iniciativa, por la muy grata impresión que causaste en mí aquel día que nos conocimos, casi por casualidad… por el efecto que causaste en mi corazón, por el recuerdo bello e imperecedero que ahora vive en esta cabeza vieja y atontada.

Brindo con esta copa de tu vino favorito, sí, cabernet sauvignon, por todos y cada uno de tus mensajes, verbales, no-verbales y, sobre todo, los corporales. Por tus palabras cariñosas, por la música que me mantiene vivo y pudimos compartir; por ser como eras, por tu silencio, por tu complicidad, tan difícil de encontrar; por tu paciencia, por tu sonrisa, por los años que pasamos juntos en Barcelona; por el tiempo que perdimos, por Elisa y Gonzalo. Por tu regreso a ese lugar de donde venimos. Por tu descanso que dicen es eterno. Por el trabajo que me espera por el hecho de estar sin ti; por las experiencias venideras, por la posibilidad de visitarte pronto ahí en donde estés, espero que con todos los gastos pagados. Ya sabes que soy un tacaño. Por todas las despedidas, por los éxitos y fracasos que tuvimos. Por la pasión, por el amor que te tengo, por ti, por mí y en general, por todas las penas y alegrías que hacen que la vida sea absolutamente imprescindible de vivir a fondo. Hasta el último minuto. A nosotros nos ha resultado bien, ¿no?

Pese a los miles de kilómetros que nos separan, ilusorios, sí, y la certeza de saber que no nos veremos más, estoy contento por haberte conocido, sin más. Nos dimos la oportunidad de indagar profundamente el uno en el otro y el sólo hecho de escribirte en este momento me hace cambiar mi estado de ánimo. No estás físicamente, pero estás y estarás de muchas maneras, tangibles como este papel y de otras tantas que no se pueden explicar...

Compartí contigo los sonrojos, las emociones, los pensamientos, los sueños y los muchos recuerdos que en estos años se generaron. Me quisiste tal cual era, tal cual soy.

Te extraño, te extraño     ... tanto. Mmm… Dicen que cuando somos así de viejos basta que se muera uno para que al poco tiempo se muera el otro. Siempre lo escuché e incluso supe de unos conocidos a quienes les pasó. ¿Será así conmigo? ¿Me iré pronto? Si uno se muriera de pena, diría que sí, que me podría pasar.

Por ahora ya no quiero pensar en eso. Por ahora no quiero pensar en eso.

Se supone que pronto… ehhh, pronto...   vendrán los niños a verme y… y me alegrarán el día. Si vieras cómo crece la pequeña… mmm, vaya,… me cuesta acordarme del nombre.

Bueno, brindo por ti, mi amor,… aunque sé que no te gusta nada que te llame así. Ni siquiera ahora puedo dejar de ser tan cursi,… ya lo ves. Mmm... ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí… que brindo por ti y por el momento en que la muerte me llame y, ... ehhh... en que la muerte me llame y…    finalm   ente ,   nos podamos … r eencon   tra


Lo peor de lo peor



Estuve desde temprano en primera línea, dispuesto a entrar apenas abrieran la puerta por mucho que me llevara por delante al guardia de turno. Había esperado varias semanas este momento y, por lo mismo, no estaba dispuesto a que alguien me ganase en el intento por escoger las mejores cosas. ¡Dios mío!, siempre es excitante descubrir todas esas prendas que están ahí, dispuestas para que tú las cojas y te hagas con ellas. Sí, era primer día de la temporada de rebajas primavera-verano y ahí estaba yo, en la puerta de mi tienda favorita dispuesto a todo. A-TO-DO.

Los minutos pasaron lentos como la vida misma, pero a las 10 en punto apareció el guardia con cara de circunstancia, como sabiendo lo que le esperaba. No dio tiempo ni para que se apartara, pobre tipejo, cuando una multitud de jóvenes –y otros no tanto- le pasamos por encima. Es indescriptible esa sensación, esa locura al pasear entre esas telas exquisitas, ese ir y venir entre maniquíes, ese mirarme en el espejo probando qué prenda me queda mejor y cuál definitivamente es para otro con menos gusto y más panza que yo. Ese ambiente y la cartera llena provocan en mí la extraña sensación de estar en el paraíso. Escogí 3 o 4 camisetas de lo más chic y 2 vaqueros que, a decir verdad, estaban hechos para mí; mmm..., ¿qué más? Ah, sí, 3 bañadores. Claro, viene el verano y ya sabes, la playa, nuestros amigos, especialmente la Judith y la Nadia que se fijan en todo y no puedes, NO-PUE-DES tomar el sol con el mismo bañador del año pasado. ¡Qué atroz! Y bueno, también aproveché para coger un par de camisitas que no me vendrían nada mal para esas noches locas en que quiero irme de fiesta y emborracharme. Ah, sí, sí, se me olvidaba: El toque cool lo dí con un par de accesorios, unos pañuelos lo más de lo más y claro, el sombrerito ad-hoc para cuando la ocasión lo amerite. En total, nada, unos 200 euritos de nada. Cuando iba a pagar me acordé de ti y de los chicos y pensé en la cara que se les quedaría cuando me vieran esa noche. Sin duda alucinarían.

Pero claro amiga, tú sabes, como a mí siempre me pasa lo peor de lo peor, de pronto, al salir de la tienda, tuve la peor experiencia de mi vida. LA-PE-OR. Un par de delincuentes de mierda, obviamente de estos sin papeles, sudacas o moros, vete a saber, me atacaron por la espalda, me empujaron y todo, ¡imagínate! y se llevaron mis bolsas con toda la ropita que recién había comprado. ¿Que qué hice? Pues nada, desde el suelo intenté gritar para que alguien hiciera algo o al menos intentara detenerlos, pero con el susto el corazón se me subió a la boca, se me atragantó el llanto y no me salió la voz. Sólo los vi correr, cada uno con una bolsa. Malditos hijos de puta. Me sequé el par de lágrimas que se me habían escapado y me levanté a duras penas. Una señora, amable ella, me preguntó si estaba bien y estuvimos de acuerdo en que habría que echar a todos estos inmigrantes indeseables de nuestro país. Qué angustia, no me había sentido igual en mi vida. No podía soportar la idea de haber perdido esa ropa tan chuli, tan hecha para mí.

Te lo juro, despertar fue un alivio. Sí, sobresaltado, obvio, desperté sobresaltado. Ahora te lo cuento tranquilo, pero imagínate lo mal que lo pasé en ese maldito sueño. Jaja, sí, tranquila, esta noche me verás la camisa a cuadros y los vaqueros. ¡Quiero ver tu cara al verme entrar! ¡No aguanto! Oye, pero una cosa… ¿Qué hago, me pongo el sombrero o no?

Gozo justiciero


Me despierto sudando frío. Anoche conseguí conciliar el sueño sólo con la ayuda de pastillas… La excitación por lo hecho era insoportable y, lo peor, es que siento la necesidad de hacerlo una vez más, ahora mismo. Después de todo, parece que nadie se percató del suceso; mi teléfono no ha sonado ni he visto gente que se interese por mí con afán de captura.

Me visto rápido y salgo a la calle. Siento el viento frío en la cara pero me sudan las manos. Intento disimular un poco de autocontrol, no quiero delatarme sólo por el temblor de mi cuerpo. Entro en el metro, segundo vagón según mi costumbre, y comienzo a escoger a mi víctima; la joven universitaria con los zapatos rojos no es de mi interés, la señora sentada a su lado con esas gafas horribles, tampoco. De pronto lo veo, estaba ahí, de pie, leyendo con el ceño fruncido el diario gratuito que ofrecen en la entrada. Es un tipo serio, mayor -unos 65-, peina canas y tiene cara de estar agotado. Quizás merezca mi ataque o, quién sabe, quizás hasta lo espera. Espero con tensa calma hasta que se baja del tren, suerte para mí, en una estación en la que hay poca gente. Bajo después de él, me acerco sigilosamente mientras siento que el palpitar de mi corazón se acelera fuertemente, como si quisiera salírseme del pecho. Al pobre viejo le cuesta caminar, de manera que en un par de segundos me encuentro justo detrás de él, casi respirándole en la oreja. Al fin me decido, no lo pienso más, me armo de valor y le toco la espalda. Él se da vuelta y antes de que pueda intentar nada le cojo la mano y se la aprieto con la dosis justa de cortesía como para dejarlo inmóvil. Sin darle tiempo a nada me apresuro a disparar sin piedad la ráfaga de palabras de grueso calibre, la misma que usé ayer:

“¡Muy buenas señor!, espero que tenga usted un muy buen día”.
El hombre me deja descubrir en sus ojos el mismo pavor que pude ver en los de mi víctima anterior.

Con la satisfacción del deber cumplido, henchido de santo gozo justiciero, lo dejo ahí, exánime, y me retiro rápidamente; después de andar un par de metros me giro a ver si intenta un contraataque, pero la sonrisa en su boca y la relajada expresión de su rostro me indican que lo he dejado malherido.

30 de marzo de 2011

Jaqueca de mediodía




Ese día volví a casa a media tarde. Me sentí mal en el trabajo, tenía una jaqueca terrible, así que aproveché para irme pronto con la idea de recostarme y descansar, tomar una pastilla para el dolor y dormir un rato. Cuando dí la vuelta por el pasaje me extrañó ver a lo lejos las ventanas del piso abiertas y tuve un leve sentimiento de rabia, porque se suponía que no habría nadie y quería tener la casa para mí solo. Mi cabeza quería estallar.

Entré silenciosamente para hacer la típica y absurda broma de “¡Sorpresa cariño, estoy aquí!”. Cerré la puerta con cuidado y caminé por el pasillo, mientras me di cuenta que su abrigo estaba colgado en el sitio en que acostumbro a poner el mío. En el suyo había otra chaqueta, de un color marrón oscuro horrible y que desprendía un olor a perfume barato que apestaba. Fui consciente de la molestia en mi barriga, ese dolor que siempre me aqueja cuando me pongo nervioso. Tragué saliva, cerré los ojos un segundo y me dispuse a entrar.

En la sala no había nadie, ni nada extraño. Todo estaba tal cual lo habíamos dejado en la mañana antes de salir, hecho un desorden. Sentí ruidos que venían de la habitación y no pude esperar a entrar. Quizás debí haberlo pensado mejor, esperar un momento, acercarme a la puerta e intentar oír lo que ocurría ahí dentro; pero no, apareció el espíritu del tipo impetuoso de esas ocasiones en que se te nubla la cabeza y no puedes pensar con claridad. Mi madre me había enseñado a golpear antes de entrar a sitios con la puerta cerrada, pero en ese momento no estaba para recordar normas de buenas costumbres. Abrí violentamente la puerta y los vi ahí, acostados, abrazados, desnudos, congelados al verme, tan congelados como para no atinar ni siquiera a taparse con la sábana, cosa que sí suele suceder en las películas. No tengo más recuerdos de ese momento. No sé si intentaron decirme algo o si yo exclamé alguna cosa. La siguiente imagen que evoco me lleva al segundo cajón del mueble que está en la habitación-estudio, justo al lado de la que hasta ahora había sido “nuestra habitación”. Cogí el revólver que había guardado ahí por el temor que me dijo tenía a las armas de fuego. 

Estaba cargada, ya sabes, esa paranoia que te hace estar preparado para lo peor… aunque jamás pensé que esto sería “lo peor”. Me sentí mareado, mi cabeza estallaba y me tuve que agachar para intentar detener el dolor angustioso de mi estómago. Sentí ganas de vomitar, de ponerme la pistola en la cabeza y disparar. Pero mi rabia e impotencia pudieron más. Cegado de dolor, iracundo de furia, inmerso en una cólera que hasta ese minuto desconocía, decidí poner punto final. Me acerqué a la puerta mientras ellos cuchicheaban e intentaban vestirse a tropezones, notoriamente nerviosos.

Le apunté a ella y con ese gesto pude descubrir el desencajo de un rostro preso del pánico. No sé si fueron segundos o milésimas, pero su cara en ese instante dibujó una expresión que no olvidaré jamás. Del pavor pasó al llanto, demostrando una sucesión de emociones difícilmente descriptible. Mientras él intentaba hilvanar una frase que buscaba hacerme recapacitar y  arrepentirme de la decisión, volví mi brazo, mi mano y el revólver hasta llegar a apuntarle. Es curioso, ahora que repaso las imágenes mentalmente, no recuerdo que haya hecho una mueca de miedo ni de espanto, tal vez ni siquiera me enseñó una dosis de desasosiego. No, lo que él me hizo ver fue su cara de remordimiento, de querer pedir perdón, de buscar una disculpa, obviamente inútil. No esperé más. Sangre fría, corazón quieto por un par de segundos. Disparé. Tiré del gatillo 3 veces y pude ver cómo él caía en el rincón, justo delante de la mesa de noche en la que tantas veces dejó sus gafas y sus filosóficos libros antes de dormir.

Ella salió rauda y a medio vestir mientras yo bajaba mi brazo con el arma. Me quedé ahí, desahogado, quieto, con los hombros caídos y las piernas que me flaqueaban. Lo miré, lo miré fijo. Recuerdo que lo último que pensé antes de marcharme fue que él lo sabía, sí, lo sabía. Porque lo habíamos hablado muchas veces, medio en serio medio en broma. Él sabía que para mí sería más doloroso encontrarlo con una mujer que con otro hombre. No sé, cosas de maricas, si quieres. Muchas veces le dije: “Si te encuentro con una mujer te mato, te juro que te mato”. Para ese entonces recuerdo que ya no me dolía la cabeza.