28 de abril de 2011

Mi carrera en el 600



Hacía pocas semanas que mi padre había conseguido, por fin, arreglar el viejo 600 después de varios meses juntando dinero para poder desabollarlo. Él había tenido un pequeño accidente y en esa época los seguros no eran lo que son ahora; si querías que tu coche luciera como nuevo tenías que juntar moneda a moneda el coste del taller mecánico.

Un día lunes de primavera, por la mañana, antes de ir al colegio y mientras él terminaba de desayunar, mi viejo me dio las llaves del Fiat para que yo lo pusiera en marcha y calentara el motor para un desplazamiento sin problemas. Como en cualquier vehículo viejo, esto era imprescindible en nuestro Fito.

A mis 12 años yo ya había hecho esa tarea varias veces: Metía la llave, verificaba que la palanca de marchas estuviera en neutro, le daba unas cuantas patadas al pedal de acelerador y hacía contacto. Ese día no tenía por qué ser diferente, pero lo fue.

Estando con el motor ya en marcha y sin ninguna explicación, comencé a jugar y a imaginar que era un piloto profesional. Sin ser consciente, puse el pie en el pedal de embrague y metí la primera marcha. Apreté poco a poco el acelerador mientras quitaba el pie izquierdo del embrague y, evidentemente, el vehículo comenzó a avanzar. A los conductores primerizos esa acción les es especialmente difícil y generalmente termina con el motor detenido sin haber avanzado ni medio metro, pero en mi caso la fortuna no fue una buena amiga y permitió que me desplazara 3, 4 y hasta 5 metros, con el coche cogiendo cada vez más velocidad. Cuando vi que empezaba a moverse, los nervios se apoderaron de mí y, creo recordar, cometí el gran error de pisar aun más el acelerador cuando lo que tenía que haber hecho era mover el pie al freno y pisarlo con fuerza. Claro, te lo cuento y te ríes, pero si tuvieras 12 años y hubieras estado en mi lugar, seguramente te hubiera pasado lo mismo. Malditos nervios.

Mi breve pero intensa carrera acabó con el 600 estrellado contra el manzano que teníamos en el patio, unas cuantas ramas encima del capó –haciendo aun peor el efecto visual del accidente-, el Fito otra vez destrozado y un crío de 12 años temblando de miedo en el asiento del conductor. Lógicamente, el suceso provocó el suficiente escándalo auditivo como para que mis padres salieran corriendo de casa a ver qué había sido ese gran ruido. En ese instante creo que el demonio en el que muchos creen se apoderó de mi padre, porque nunca lo había visto con el rostro tan desencajado. Hirviendo de rabia abrió la puerta y me sacó del coche tirándome violentamente de un brazo. Fue tanta la fuerza que ejerció en ese movimiento que me tiró de boca directamente al suelo. Yo no me enteraba de qué estaba pasando. Sabía que la había cagado y que era responsable de lo que le había pasado a nuestro querido 600, pero no pensé que además tuviera que recibir una paliza por eso. Efectivamente, mi padre comenzó a darme golpes de puño y patadas mientras yo estaba en el suelo. Las lágrimas del dolor se mezclaban con la sangre que salía de mi nariz y de mis labios y sólo podía mover mis brazos y piernas con el fin de hacerme un ovillo y protegerme del ataque de la persona que me vio nacer. Como ruido de fondo escuchaba los gritos de mi madre que intentaban calmarlo, sin éxito. No sé si habrán sido 20 o 30 segundos pero, como siempre en estas cosas, para mí se convirtió en una eternidad. Recuerdo haber recibido golpes en cada una de las partes de mi cuerpo y lo sabría por los terribles dolores y moretones que aparecerían al siguiente día.

Cuando ya no podía más, en medio de la golpiza, recuerdo que abrí un ojo y vi a mi madre viniendo hacia nosotros con la escoba empuñada como si fuera un bate de béisbol listo para golpear la pelota. Vi sus lágrimas en los ojos -que miraban fijamente a mi padre- y la furia en la expresión de su cara. Ella estaba a 2 metros de nosotros cuando cerré los ojos otra vez y esperé el golpe que terminaría con mi calvario.

Dicen que las cosas pasan por algo. El golpe que detuvo a mi padre no fue el de mi madre, sino el de una gran rama que cayó del árbol chocado por el 600 y que le dio en plena cabeza justo cuando mi madre le iba a golpear. Lo dejó inconsciente, tirado justo al lado de la rueda trasera. Curiosamente, mi viejo tenía que haber podado el árbol el día anterior, pero entre la siesta, el fútbol de la tele y la cerveza con los amigos, se le pasó el tiempo.

4 comentarios:

  1. Marciano, ¿crees en la justicia divina? ;)

    ResponderEliminar
  2. Que recuerdos tan lindos los del 600! Las historias que me explicaban mis mayores. Le cogí mucho cariño al vehículo en cuestión y es como si formara parte de mi vida, de mis recuerdos más entrañables. Recuerdo también las historias sobre modelos como Gordini, Renault-4 (no 4x4) y ja no te digo las del Mini. Bien por el cuento pero en esta ocasión me cambio un poco el final.

    ResponderEliminar
  3. Justicia divina no. Simplemente causa-efecto. Recuerdos de infancia, historias quizás reales quizás ficticias, pero siempre difíciles de contar, todo puede ser ;)

    ResponderEliminar
  4. Justicia divina no. Acción, reacción, eso sí. Verdades, ficciones, todo puede ser ;)

    ResponderEliminar