29 de agosto de 2013

Últimas horas

Prólogo: La siguiente historia es un tanto diferente a las demás. Puedo decir que me toca de cerca, y el final es diferente de lo que pasó en realidad, afortunadamente.


No sé qué día ni qué hora es. Llevo mucho tiempo en estado de semi-inconsciencia y apenas he podido cerrar los ojos para descansar cuando mi cuerpo no daba más. Seguramente han pasado varios días. He aquí sentado, esperando mi final. Después de todo, ¿ha valido la pena? Quizás la historia diga que sí, pero a todas luces hemos sido derrotados.

Llevábamos varias semanas esperando que se produjera lo que todo el mundo político susurraba. Esa mañana estábamos dispuestos a defender nuestra postura, nuestros derechos y los de todos los ciudadanos del país. Nuestro presidente había sido elegido por votación popular y no podíamos dejar que lo sacaran del poder bajo el uso de la fuerza. Evidentemente, nuestra intención era una quimera, un sueño del que nos despertaron rápidamente. En un par de minutos vimos que estábamos perdidos. Nuestras armas parecían de juguete frente al poder de las suyas. Hicimos lo que pudimos, de hecho, no salí de la oficina hasta vaciar mi revólver, pero hubo un momento en que había que correr para salvar la vida. En ese tiroteo cruzado seguramente le di a uno de ellos y ya pagará mi consciencia por eso. En la puerta del edificio me di un abrazo rápido con el Juan, mi mejor amigo en estos tiempos agitados. Con él habíamos hablado largas horas de lo que haríamos si la cosa se ponía difícil. Recuerdo el momento en que, entre cigarrillos y vasos de vino, me dio un par de datos seguros.


Después de dejarlo tuve que correr por los callejones esquivando a todo aquel que se me pusiera en el camino. Las calles que acostumbraba transitar para ir a la facultad se convirtieron en un caos general, en un campo de batalla donde todos, civiles, uniformados, dueñas de casa y estudiantes de colegio nos convertíamos en soldados, cada cual intentando salvar su vida entre bombazos y disparos sin destino. Todos en la calle se convertían en enemigos y cualquier duda significaría mi final. Resolví desaparecer y la única forma de hacerlo era metiéndome en las alcantarillas. De esta manera conocí el submundo de mi querida ciudad. Procuré alejarme del centro lo más rápidamente posible. No tengo certeza de cuántos kilómetros había caminado cuando al levantar la vista al cielo por una rendija vi que se hacía de noche. La adrenalina me había llevado a seguir y seguir sin parar durante casi 10 horas, caminando en esas cloacas cuya insalubridad y hedor ya a esa altura me eran familiares. Tuve que parar a descansar y en ese momento lloré. Me acordé de mi madre y pensé que ella ya debía de haber quemado todos mis libros, los cuales me vinculaban a un pensamiento político que, en estos momentos, era el incorrecto. Mis padres y hermanos. ¿Los volvería a ver? Mi madre estaría a esa hora mirando por la ventana esperando a que apareciera. No pude, viejita querida, no lo conseguí. Papá, es cierto, no te hice caso, pero ya sabes mi opinión después de tantas charlas sin conclusión: Era algo que debía hacer. Por mí, por ti, por mis hermanos y por todos los conciudadanos. Era algo en lo que creía. En lo que creo, pese a todo.


No dormí ni descansé lo suficiente, pero debía seguir y ponerme a salvo. Aproveché la noche, la oscuridad y las calles vacías para salir del alcantarillado y buscar el hogar de uno de los contactos del Juan. La familia Pérez me recibió con gran preocupación y supongo que rezando para que nadie me haya visto entrar a su casa en horas del toque de queda. Pasé el día siguiente descansando e intentando dormir, pero por la noche debía seguir mi periplo. Era demasiado arriesgado para esa humilde familia tenerme ahí.

Al segundo destino no llegué.

No pude escapar a la mirada de los tanques que vigilaban las calles y me hicieron prisionero. De eso hasta ahora ya no sé qué me han hecho y qué no. Sólo sé que somos muchos. Cientos, miles. Tengo la esperanza de que no hayan encontrado mi identificación y no puedan constatar mi militancia en el partido. Tiré mi documentación una vez que salí del edificio que albergaba nuestro cuartel. Apenas puedo abrir los ojos, estoy ensangrentado por completo, tengo los brazos amarrados y mis ropas, aquellas que amablemente me cedió la familia Pérez, están convertidas en trapos insustanciales.

Desde aquí oigo los gritos de dolor y el llanto desconsolado de hombres y mujeres iguales a mí. Pienso en las posibilidades de salvación y me reprimo por concebir tan falsas esperanzas. ¿Nos tirarán a algún agujero en el desierto? ¿O en plena montaña en medio de la nieve? Creo que lo más fácil es arrojarnos al mar. Unos cuántos helicópteros, todos nosotros con una piedra atada al tobillo y adiós vida. Tan fácil.

Es curioso cómo en estos momentos la cabeza vuela insospechadamente hasta destinos trágicamente opuestos al ambiente en el que me encuentro: Me imagino recibiendo mi título universitario; me imagino llegando a casa y recibiendo el abrazo entre lágrimas de mi madre; imagino mi boda con la Martina y cómo serían nuestros hijos. ¿Cuándo sabrá la Martina que estoy aquí? ¿Se enterará? Ella no creía en lo que yo le contaba y despotricaba contra el gobierno. Quizás ahora cambie de opinión. No le dije cuánto la quiero y ahora me invade una gran sensación de arrepentimiento. Un poco tarde, quizás.

Nunca me puse a pensar en cómo sería mi fin, pero ahora que lo estoy viendo, creo que no puede ser mejor. Se podrá decir que morí luchando, cosa que pocos pueden atribuirse. No hay más tiempo para pensar nada. Ellos ya están aquí. Sacan a 10, a 20, a 30, me cuento, con la brutalidad que les caracteriza. “Mientras más sádicos, mejor”, parece ser la consigna. Resisto sus golpes, sus palabras, escupitajos y miradas de odio. Ya nada me importa. Siento el olor de la muerte, una brisa amarga que se me acerca como un ángel vestido de negro. Me caigo, me recogen, me siguen golpeando y mi mundo se cae a pedazos. Contra una pared llena de sangre nos forman a todos de espaldas y de izquierda a derecha vamos cayendo uno por uno. Sus fusiles cumplen con su misión. Dentro de unos segundos mi cabeza y mi cuerpo desecho descansarán. El vacío en el estómago. El latido de mi corazón. La última imagen en mi cabeza. 3, 2, 1…

13 de enero de 2012

Murfi

 

          La conocí hace un par de meses en una fiesta y enseguida me cautivó. “Me llamo Violeta”. Hasta el nombre me cautivó. Intenté acercarme y -sorpresa- ella fue muy receptiva a las evidentes señales que delataban mis aún más evidentes intenciones. A los pocos días comenzamos a salir. Rápidamente todo fue viento en popa, ella me decía que le gustaba mi compañía y a mí me gustaba la suya. Si no estábamos juntos, pasábamos horas pegados al teléfono. Lo típico cuando estás iniciando una relación. A ti te pasó con el Alberto, ¿no? Recuerdo que no te veía el pelo, siempre estabas con él. A mí también me pasó con ella. Increíble que todo cambiara con el cumple de mi abuela. Sí, tío, la idea era hacer una pequeña celebración en casa de la abuela ese día sábado. Claro, ella ya está mayor y a estas cosas tienes que asistir sí o sí. No puedes decir que no, ya me entiendes. Pensé que era muy pronto para que la familia conociera a Violeta, así que no la quise invitar. Siempre que nos juntamos los primos en casa de la abuela la cosa se alarga hasta altas horas de la madrugada, de manera que preferí decirle a Violeta que no nos veríamos ese día, pese a que ella había invitado a una fiesta en casa de una amiga suya. Pensé en estar un rato con mis tíos y primos y después ir con ella a esa fiesta, pero al final escogí la opción familiar, como no los veo nunca…

          No sé qué les pasaba a todos esa noche, pero en ningún caso había el ambiente que suele haber en cada reunión de familia. Como que todo el mundo tenía sueño, estaban cansados, mi madrina tenía la cara de 2 metros y no le podías ni hablar y mis primos, los de mi edad, se ve que la noche anterior se habían ido de fiesta y esa tarde estaban con el resacón de los mil demonios. Así que ni cerveza bebieron. Agüita, ibuprofeno y poca cosa más. Vaya fiesta de cumpleaños. Acabó pronto. Sí, pensé en irme a la fiesta de la amiga, pero Violeta es hippie (ya sabes que me gusta mucho ese rollo así como despreocupado) y no tiene móvil. Claro, le parece una forma de control y dice que nunca va a tener uno, aunque yo sé que tarde o temprano terminará cayendo. Todos caemos. La cosa es que no sabía dónde era la fiesta y tampoco tenía forma de ubicarla.

          Decidí irme a casa, a leer o a tocar un poco la guitarra antes de dormir. Vaya fiasco de sábado por la noche. Pero mira, cosas del destino, cuando iba a coger el autobús, sonó mi teléfono y era la Claudia, nuestra compañera de clase. Me comentó que habían quedado unos 3 o cuatro compañeros -tú incluido- en el bar de siempre. Me animó, la verdad, así que decidí cambiar el rumbo y fui a juntarme con vosotros. Llegué el primero (la casa de mi abuela queda a sólo 20 minutos del bar) y después llegó la Claudia. Pedimos una cerveza cada uno esperando que pronto aparecierais los demás. Ya, ya me dijiste que el Alberto no te podía acompañar y te dio pereza ir solo. Pero tío, el puto destino es así, ya te digo. Que tú y el maricón del Alberto, que la Cristina y sus putas jaquecas premenstruales. Pero el peor es el Nacho, qué hijo de puta, se le queda sin batería el puto "automóvil" (ya sabes que así le llama a su mierda de chatarra con ruedas) ¡y el maricón no puede coger el metro! ¿Dónde se ha visto? No, si ya sé que el destino está escrito. Y la Claudia y yo esperando como idiotas en el bar. Bueno, igual ella es simpática, así que me lo estaba pasando bien escuchando sus historias de chica pija que se quiere hacer la indignada con el sistema. Es divertida ella. Tiene cada historia, te las recomiendo, te reirías mucho. La cosa es que pasó nuestro amigo el paki, el que siempre pasa por ese bar. Por cierto, no es de Pakistán, es de Marruecos. Sí, se lo pregunté. Sí tío, ese, el de la “rosa, rosa, un euro”. No sé a qué coño va a ese bar si nunca nadie le compra. Yo iba con el dinero justo para un par de birras, pero el puto marroquí se quiso hacer pasar por latin lover y le dejó una rosa de regalo a la Claudia. Yo creo que le gustó que nos interesáramos un poco por su vida.

          La cosa es que ahí estábamos, la Claudia y yo solos en un bar, riéndonos felices de la vida con sus historias. Ella –ya sabes que la Claudia no es nada fea- con una rosa en la mano, contándome cómo consiguió acostarse con el presidente del centro de alumnos, poniendo caras de chica súper coqueta reproduciendo la escena con el tío ese, y va y llega Violeta, mi Violeta, con dos amigas, la veo entrar, ella me ve nada más entrar (maldita mesa cerca de la puerta), me mira por segunda vez como para confirmar que era yo –sí, joder, era yo-, mira a la Claudia, mira la rosa en su mano, me mira otra vez, se da media vuelta, choca con sus dos amigas que venían detrás, que también se giran extrañadas y las tres salen del bar.

          No te rías, maricón, la llamé quinientas veces y su madre se cansó de decirme "Violetita no quiere hablar contigo". No la volví a ver. Maldito destino. Sí, el puto Murphy y su ley existen. Claro que existen.

15 de diciembre de 2011

Promesas cumplidas


Víctor siempre fue el primo loco de la familia. Siempre estaba tonteando y sacando de quicio a sus padres, mis tíos. A Víctor siempre le gustaron 2 cosas: Las motos y las armas. De pequeño le gustaba cazar insectos con artefactos que él mismo fabricaba y recuerdo que fue él quien me dijo de poner un envase de yogurt aplastado en la rueda trasera de la bici para que sonara como una moto cuando giraba. Por toda su historia de niñez y adolescencia, a nadie le extrañó que apenas tuviera edad y dinero suficiente se comprara una Yamaha de 250 cc. Corría como el viento, según sus propias palabras. Y claro, tampoco nadie le quitó de la cabeza su decisión de comprar una pistola calibre 22 de segunda mano que debidamente se encargó de registrar y aprender a usar.

Para esa época ya llevaba tiempo saliendo con Evelyn, su novia de siempre. Juntos llegaban a comer a casa de la abuela los domingos y contaban historias de viajes que hacían en la moto. Se les veía encantados con su vehículo, sí, pero por otra parte, a ella nunca le hizo gracia que Víctor portara una pistola cada vez que estaba con ella. Temerosa por el carácter explosivo de mi primo, ella tampoco se atrevió a decirle nada.

Un día, desgraciadamente, ocurrió lo que supongo que todos esperábamos pero nadie quería que pasara: Mientras iban a casa de ella, un taxista se les cruzó en su camino, saltándose el semáforo en luz roja. El error de Víctor fue haber ido a 80 kilómetros por hora en una calle en la que debía circular a 50. ¿Consecuencia? Evelyn, como normalmente sucede con los acompañantes en las motos de velocidad, salió volando por encima del vehículo y cayó lastimosamente en el pavimento. Mi primo quedó herido de gravedad, pero nunca estuvo en peligro de muerte. La ambulancia llegó a los pocos minutos pero, aunque la actuación de los médicos fue efectiva, Evelyn quedó en coma.

Cuando los fuimos a ver al hospital, él repetía una y otra vez entre llantos y desconsoladamente solo 2 cosas: Que nunca se perdonaría lo que le había hecho al amor de su vida y que buscaría al taxista hasta encontrarlo y tomar la justicia por su cuenta. Mientras estaba en el suelo tras el accidente, pudo ver y memorizar la cara aterrorizada del conductor del taxi. En mi relato he olvidado acotar que una vez ocurrido el choque, el taxista no tuvo otra idea que salir huyendo de la escena, por lo tanto, nunca hubo juicio ni nada con lo que se pudiera establecer la responsabilidad de los hechos.

Con el paso de las semanas, Evelyn salió del coma, aunque los médicos auguraron que se pasaría el resto de su vida en silla de ruedas. Pese a esto, ambos pudieron rehacer sus vidas y continuaron juntos. Hasta que ocurrió lo que otra vez nadie quería que pasara.

Saliendo un día del trabajo, Víctor se fue a tomar unas copas con compañeros de la oficina y festejaron hasta altas horas de la noche. Como el transporte público a esa hora no es muy confiable, se le ocurrió tomar un taxi para volver a casa. Ya podrás suponer lo que pasó. O más bien, ya podrás suponer quién iba conduciendo dicho vehículo.

Víctor lo conoció enseguida. Se puso muy nervioso y comenzó a sudar frío. El chofer, evidentemente, no lo había reconocido y lo trataba como a un pasajero cualquiera, preguntándole qué tal el trabajo y la vida. En la cabeza de mi primo se mezclaron todas las imágenes que ya parecían olvidadas, aquellas imágenes que le cambiaron la vida un par de años atrás. Se le vino a la mente la cara de Evelyn antes del accidente e inmediatamente la reemplazó por la de ahora, la cara de aquella mujer postrada en una silla de ruedas con la mirada perdida durante largos pasajes de su día a día.

Víctor decidió acometer lo que siempre prometió. La rabia, impotencia, dolor y frustración son malos amigos a la hora de tomar decisiones importantes, aunque creo que nadie puede culparlo por no haber mantenido la cabeza fría en ese momento.

Con las manos sudadas por el nerviosismo empezó a desesperarse en la búsqueda del arma. Ciego de ira la buscó en su maletín sin éxito, pasando a los bolsillos del traje barato que hace poco había comprado para poder trabajar vendiendo seguros. Tampoco la encontró, y en ese momento se acordó de la promesa que le hizo a Evelyn una vez que ella salió del hospital: Se desharía de la pistola. Efectivamente, se encontraba en el asiento trasero del tipo que cambió su vida decidido a cumplir lo que se había prometido a sí mismo, pero en ese momento se dio cuenta de que el amor por su mujer había sido más fuerte. Entre las promesas que hizo, cumplió la que le hizo a ella.

Blanco y casi sin voz, hizo parar el taxi, pagó lo que debía y decidió caminar un rato, hasta que se calmaran las emociones que estaba sintiendo. Llegó a casa después de 3 horas de caminar, llorando y con la cabeza rota de tanto pensar. Se quitó la chaqueta, se metió en la cama, abrazó a una Evelyn dormida y le susurró al oído: “He matado al taxista”.

28 de julio de 2011

El gran momento



Aun recuerdo ese partido. Gran partido. Han pasado los años, pero el recuerdo sigue vivo en mi memoria como si hubiera sido ayer. Habíamos hecho un campeonato impecable y llegábamos a la final a disputar el título con el equipo que siempre pensamos sería nuestro rival en el gran encuentro. Nos habíamos enfrentado dos veces durante el campeonato y todo estuvo muy reñido, tanto así que ningún equipo supo sacar ventaja del otro: Dos empates a 1 gol y muchas ganas de querer comernos a los jugadores rivales, deportivamente hablando.

En nuestro equipo estaba el gordo González, un portero que realmente no tenía cabida en la oncena titular por dos grandes razones. La primera y principal era nuestro portero titular, el gran Carlos Vergara, que era indiscutido por sus grandes aptitudes bajo los 3 palos. Qué grande era Carlitos, un crack. Y bueno, la segunda razón, aunque no menos importante, era que el gordo González no veía una. Era malo. Pero malo malo. Siempre destacó, eso sí, por su gran sentido del sacrificio. Era el que primero llegaba a los entrenamientos y el último en irse a las duchas. Siempre se quedaba con el entrenador de porteros y lo exprimía hasta que el pobre entrenador lo mandaba a la casa porque era muy tarde. Por constancia, trabajo y sacrificio no había otro mejor, pero a la hora de la verdad, la triste realidad era que nuestro amigo no tenía dedos para el piano. Quizás si se hubiera dedicado al basket o al voley hubiese ganado todo, pero no, el muy tozudo quería jugar de portero a toda costa. Los entrenadores sabían que no era ninguna garantía para nuestro equipo, pero premiaban su esfuerzo año tras año haciéndolo partícipe de nuestras grandes temporadas. Y él, seguía entrenando y entrenando, esperando su gran momento.

Ese año, el más importante, el año en que por fin llegábamos a la final con muy buenas opciones de ser campeones, el destino estaba escrito. Corría el minuto 80 y una fea entrada de un delantero rival hizo que Vergara, nuestro gran portero, se retorciera de dolor por varios minutos. Aunque los 10 jugadores restantes, más los que estaban en el banquillo, temimos lo peor, todos rogábamos esperanzados que no fuese más que un susto y que Carlitos pudiese jugar los 10 minutos restantes. Íbamos cero a cero y todo estaba muy peleado. Varias tarjetas amarillas, varias faltas feas, muchas palabras no muy amistosas entre los jugadores…

Lamentablemente para nosotros, Vergara no pudo seguir pese a que lo intentó como un valiente. Todos mirábamos al banquillo y veíamos al gordo González preparándose para entrar y la verdad, mirábamos al cielo implorando un milagro. El gordo entró al campo como queriendo comerse el mundo, concentradísimo, a disputar los últimos 10 minutos del partido. Obviamente, para intentar que los ataques del rival no prosperaran, todo el equipo se retrasó un poco, haciendo una especie de frontón llegando a nuestra área. Todo para que el gordo no tuviera que intervenir. Pero como ya he dicho, el destino estaba escrito. En el último minuto el mismo delantero que antes había sacado a nuestro portero titular del encuentro, se escapó libremente de nuestra marca –de mi marca- y se enfrentó cara a cara con González. Yo sabía que no había posibilidad, así que intentando un último recurso y esperando EL milagro, derribé al rival antes de que pudiera patear de cara a la portería. Penalty y expulsión. Vi la tarjeta roja con todo el dolor de mi corazón, pero no recibí ninguna reprimenda porque todos sabíamos que era la única posibilidad que teníamos.

El gordo González se preparó como todo un profesional: Se puso bien los guantes, canchereó con el jugador que iba a patear, intentando ponerle nervioso, habló con el árbitro, levantó los brazos unas cuantas veces, miraba al cielo, se paseaba por el área… todo lo que haría un profesional en una instancia decisiva.

El resto de compañeros, todos, nos encomendábamos a lo que cada uno creyera. Yo casi no quería mirar. Recibí el consuelo de mis compañeros del banquillo y juntos, abrazados, nos dispusimos a mirar el desenlace. Internamente yo creía en el milagro, en que el gordo González se pudiera convertir en héroe, en levantar la copa de campeón. El se lo merecía, había trabajado todo el año esperando este momento. El momento decisivo. El penalty atajado que lo elevaría a la categoría de salvador. Todos trabajamos día a día, ya sea en un despacho, en un banco, en un hospital, en una tienda, en un colegio, frente a un ordenador, todos, esperando nuestro gran momento. Y para el gran gordo González, ese gran momento había llegado.

El árbitro que pita y el delantero que va a patear, yo cierro los ojos y escucho un gran estallido, un gran grito. Abro los ojos esperando encontrar a mis compañeros saltando de alegría, pero lo que veo es a todo el equipo rival abrazándose por el gol anotado.

¿Y qué esperabas? Los milagros no existen. Salimos segundos. Perdedores. Nunca más pudimos disputar una final. Nunca tuvimos nuestro gran momento.

14 de julio de 2011

Oh my God, oh my God




Era canadiense. Se llamaba Grace y era una rubia de lo más bella que he visto en mi vida. Bueno, ES, porque no ha muerto, que yo sepa. Cuando la conocí, en casa de unos amigos, me acerqué tímidamente y me sorprendió su buena aceptación y simpatía. Eso me envalentonó, claro, así que me intenté acercar más y más cada día. Un mensaje de texto en el móvil, una llamada de vez en cuando. Invitaciones a salir, a pasear, a hacer cosas. Hasta que al final lo conseguí. Con el primer beso empezó una bonita historia de amor que pudo ser diferente si no fuera por esas cosas extrañas que tiene la naturaleza y la vida en general. Ella decía todo el tiempo que a veces te ocurren cosas que debes interpretar como verdaderas señales del destino. Y ella creía mucho en el destino.

Era un domingo de agosto. Llevábamos 3 semanas saliendo y yo estaba de lo más feliz. Ese día no hacía mucho calor, así que decidimos ir al parque en vez de ir a la playa. Camino a nuestro destino pasamos a comprar un helado y caminábamos como dos quinceañeros, viviendo una bonita historia de amor. Nunca había conocido a una canadiense, pero ella estaba dejando en alto el nombre de ese país. Conversábamos a medias entre su español y mi inglés, ambos malísimos, pero nos entendíamos y más aun, esa torpeza con las palabras nos divertía mucho.

Llegamos al parque, lo recorrimos entero y decidimos descansar un ratito a la sombra de un árbol. Me recosté y ella hizo lo mismo apoyándose en mi. Cerré los ojos y recuerdo haber disfrutado ese momento como si fuera uno de los últimos de mi vida. Me sentí feliz. Grace era una mujer perfecta. O casi. Su manía con las señales de la vida y esa cosa del destino que nunca entendí muy bien, me descolocaban un poco, pero más allá de eso, creo que era perfecta. Me hubiese gustado llegar a descubrir sus imperfecciones, pero no hubo tiempo.

La tarde transcurría, la gente paseaba a nuestro alrededor, familias enteras, turistas, jóvenes haciendo malabares, niños jugueteando con sus mascotas. Nada malo, nada incorrecto. Pero como siempre en mi vida algo tiene que salir mal en el mejor de los instantes, pues simplemente sucedió. Nos habíamos incorporado y ya no estábamos recostados, sino que estábamos sentados mirándonos de frente. Conversábamos de la vida y recuerdo haberle dicho una frase que pareció profética: “Hay que disfrutar cada momento como si fuera el último”. En realidad no sé muy bien qué mierda quise decir, porque no soy ni muy profundo ni muy filosófico como para lanzar ese tipo de tonterías al viento, pero resultó ser de lo más categórico. En ese momento, sentí un crack y un posterior ruido terrible, como si fuera a terremotear –créeme, sé de terremotos- y por un movimiento completa y absolutamente instintivo, miré al cielo y vi que más de la mitad de la copa del tremendo árbol bajo cuya sombra nos encontrábamos, se venía abajo, rápida e irremediablemente. Alcancé a gritar “¡CUIDADO!” y me salí del sitio lo más rápidamente posible. Grace también hizo lo mismo sin dudar y ambos nos quedamos mirando cómo esa mole hecha de ramas y miles de hojas caía sobre el lugar exacto donde la feliz pareja estaba hasta hacía sólo unas cuantas milésimas de segundo. Increíble. Pero jodidamente cierto.

No dijimos palabra, simplemente nos quedamos mirando cómo pudimos haber muerto –o quedado malamente heridos- bajo aquella gran parte de árbol que sólo tenía la labor de protegernos del sol. La gente se acercó en masa rápidamente a ver qué diablos había sucedido y empezó a atosigarnos con preguntas como “¿están bien?”, “¿les ha pasado algo?” y otras de lo más absurdas del tipo “¿pero qué han hecho?”, como si 2 miserables seres humanos enamorados fuésemos capaces de proyectar una mirada láser para quebrar las imponentes ramas de aquel árbol gigante.

Grace tenía la mirada fija. Si ella era blanca por naturaleza, ahora parecía un verdadero fantasma y de sus labios sólo salía un murmullo que, al acercarme, noté que se traducía como “Oh, my God. Oh, my God.” Empezó a caminar alejándose de la escena y una vez que salimos del parque y llegamos a la esquina, sacó el habla para decirme, con la mirada fija aun, que la dejara sola, que necesitaba estar sola. Le ofrecí mi compañía, pero insistió con un pequeño grito que lo que necesitaba era estar sola. Acepté y la dejé ir. Y por más que intenté llamarla, ir a su casa y verla, nunca más lo conseguí. Después de una semana, recibí un correo suyo que decía que no podía verme más, que la experiencia del árbol había sido una clarísima y traumática señal de que yo era peligroso y que algo malo le podía pasar. Siendo justo, también dejaba abierta la idea de que ella fuese la peligrosa para mí, lo que igualmente la hacía decidir alejarse completamente.

Y esa fue la historia más bonita de amor que he tenido, cortada abruptamente por el misterioso capricho de un árbol viejo que decidió irse abajo en el momento exacto en que estábamos bajo su sombra. Creo que después de recordar, leer y repasar lo que ocurrió, yo también creo un poquito en eso que llaman destino.

8 de julio de 2011

El perro no dijo ni mu



Era un día normal de julio. El calor era insoportable, así que me levanté temprano y en un par de horas tenía toda la casa limpia y ordenada. Sólo me faltaba poner una lavadora y salir a comprar un par de cosas al supermercado, así que, para no esperar el sol de la tarde, decidí ponerme manos a la obra y terminar toda la faena. Después de poner la ropa en la máquina de lavar, cogí el carrito de la compra y bajé a comprar al súper más cercano, que está a unas 2 calles de mi casa.

Bajé y crucé la calle con la intención de atravesar en diagonal la plazoleta que está justo en frente de mi edificio, para hacer el camino más corto y disfrutar también de la sombra de los arbolitos. Precisamente en uno de esos árboles me fijé en un perro que estaba haciendo sus necesidades, feliz de la vida. Me pareció muy parecido al Horacio, el perro de mi vecina. Muchas veces nos hemos encontrado en las escaleras, así que conozco perfectamente al animal. Me pareció extremadamente raro verlo ahí, solo, sin rastro de su dueña. Me acerqué y lo llamé, a ver si se daba por aludido y movía la cola o algo. Efectivamente, el perro escuchó mi voz y comenzó a dar saltitos y a mover el rabo, con lo cual decididamente confirmé que se trataba del famoso Horacio. Le pregunté por qué estaba tan solo y que dónde estaba su dueña, la señora María. Claro, el pobre perro no dijo ni mu.

No supe qué hacer. Fue una de esas situaciones en que la cabeza gira a un montón de kilómetros por minuto pero finalmente no llega a ningún destino. Si lo dejaba ahí sabiendo que era el Horacio y le pasaba algo, lo lamentaría. Pero era tan raro que el animal estuviera ahí sin su dueña que decidí dejarlo y seguir con mi camino al supermercado.

Dándole todavía vueltas al asunto, entré en el almacén y comencé a buscar las cosas que necesitaba. Cuando ya tenía todo listo y estaba camino a ponerme en la fila de la caja para pagar, me crucé con la señora María, mi vecina y la flamante dueña del perro que yo creía haber visto en la plazoleta. Su cara era de absoluta pesadumbre. Tristeza total. Nos saludamos y sin esperar ni un minuto, le comenté la situación. Le dije que en la plaza había visto a un perrito muy parecido al Horacio y que me extrañó mucho no haberla visto cerca. Los colores le volvieron al rostro como por arte de magia y respiró profundamente, transmitiéndome la sensación de completo alivio. Agradeció a un dios –en verdad no sé a qué religión pertenece mi vecina, si solo nos hemos cruzado unas cuantas veces- y dijo que lo estaba pasando muy mal. Me contó que ella iba camino al supermercado cuando de pronto se le cruzó un joven con muy mal aspecto y arrinconándola contra la pared, cogió al perro en sus brazos y se le acercó intimidándola con un lenguaje soez, diciéndole que tendría que elegir entre darle 100 euros o quedarse con el perro. Ante la angustia, ella pensó en entregarle el dinero al chico, pero la verdad era que no tenía suficiente, si apenas llevaba los 20 para hacer la compra. El chico pensó en recibir esos 20, pero pensó que la pobre vieja lo estaba engañando e insistió en los 100. Supongo que para ser consecuente con su acción, el chico decidió coger al perro y desaparecer. Mi vecina se quedó helada y no supo qué hacer, y pasados unos minutos, se dio cuenta que el Horacio ya no aparecería. Casi sin poder respirar y guiada sólo por la inercia, la pobre señora María siguió caminando al súper, donde finalmente me la encontré.

Dejó ahí tirado su carro con las pocas cosas que pensaba comprar y salió corriendo -lo más rápido que podía- para encontrarse con su querida mascota. Yo me alegré de haber sido la fuente de su alivio, pero pensé que esta vez el pobre Horacio no tuvo la suerte de librarse de su dueña. Siendo su vecino me imagino lo que debe vivir cada día el pobre perro. Lo siento, pequeño amigo, pa' otra vez será.

30 de junio de 2011

La culpa no es sólo mía


Soy un animal de costumbres, algunas “buenas” y otras que son detestables. Lo digo para que trates de entenderme y no me juzgues tan mal. Una de esas costumbres era que todos los días, saliendo del trabajo, me fumaba un cigarrillo en lo que tardaba en llegar a coger el metro. Y saliendo del metro, me fumaba otro cigarrito en lo que tardaba caminando a mi casa. Así cada día desde que trabajo, hace unos 6 o 7 años. Lo disfrutaba enormemente. Pero como todo en la vida tiene peros, a mis 30 vi afectada mi capacidad pulmonar. Supongo que haber sufrido de asma toda mi vida hizo más fácil la labor del tabaco en mi cuerpo, así que el médico no encontró una forma mejor de ayudarme que prohibiéndome el cigarro. Como estaba preocupado por mis constantes pérdidas de respiración, no dudé en hacerle caso y, además, seguí su recomendación de masticar un chicle en los momentos en que acostumbraba a fumar. Así que en esos minutos de caminata entre trabajo-metro-casa, reemplacé el delgado pitillo de tabaco por una goma de mascar. De menta fresca.

He dicho que soy animal de costumbres, así que fue normal que el chicle se convirtiera en amigo de andaduras. Aquí una de esas costumbres detestables: Al igual que siempre hice con el cigarro, adopté la misma tradición de tirar el chicle justo antes de entrar a casa. Lo sé, no tienes para qué decírmelo. Es horrible, pero sí, tiraba cada día el chicle en el árbol que da al portal de mi piso. Día tras día, un chicle masticado iba a parar a los pies del álamo que tengo justo en frente de mi casa, todo por no caminar los 15 o 20 metros que me separan de la papelera más cercana.

Hasta que recibí esa nota.

Resulta que cada mañana al salir de casa, encontraba una paloma muerta justo delante de mi portal. Así durante unos 4 o 5 días. Me pareció de lo más extraño, porque me constaba que todas las noches, al volver, la paloma muerta que había visto en la mañana ya no estaba. Pero aparecía otra a la mañana siguiente. No tenía explicación hasta que pasada una semana, vi pegado en el árbol un papel con grandes letras negras que decía ¡ATENCIÓN! 

Obvio que me acerqué a mirar de qué se trataba, porque me parecía de lo más extraño el tronco de un árbol como sitio para pegar publicidad o propaganda, si habitualmente esas cosas se encuentran en paneles de información o en las mismas paredes. Efectivamente, lo que estás pensando era cierto. El mensaje tenía un solo destinatario en el barrio, YO. El papel decía lo siguiente: “¡ATENCIÓN! A la bella persona que tiene la bonita costumbre de tirar chicles en el árbol, ¡NO LO HAGAS MÁS!, porque los pájaros intentan comerlo y se mueren al no poder tragarlo. ¡Camina los 10 miserables pasos hasta llegar a la papelera! Saludos, tu camión recolector.”

Tragué saliva y entendí inmediatamente. Me sonrojé, quité el papel y pensé en que más de una persona me tiene que haber identificado como el culpable de estos crímenes. Las palomas no me gustan, pero no quiero pensar en que se mueren por mi culpa. Y tampoco me gustaría que el señor que recoge la basura se enfade y no recoja más al pájaro muerto, lo que provocaría un foco de infecciones seguro. 

Esa noche tuve pesadillas con palomas muertas, como era de esperar. Al día siguiente, al volver del trabajo me saqué el chicle de la boca, hice la bolita acostumbrada y justo cuando lo iba a tirar al árbol, me di cuenta que una paloma se me quedaba mirando fijamente. Un aire frío recorrió mi cuerpo de pies a cabeza. Suena ridículo, pero aparté mi mirada de la suya y, reponiéndome de la impresión, caminé los 18 pasos hasta la papelera. Desde ese día, al pasar por el árbol con el chicle en mis dedos, recuerdo la mirada de ese pájaro, siento un mini escalofrío y camino a la papelera. Adquirí esa costumbre. Nunca más tiré un chicle en el árbol.

La culpa la tengo yo, ya sé, por tener costumbres asquerosas. Pero pienso que también el médico que me alejó de mis queridos cigarritos. Y también el colegio de dentistas, que recomienda el uso del chicle para mantener los dientes saludables, pero nada dice de los focos infecciosos que pueden causar. Claro, los dientes quedan estupendamente, pero vas por la vida matando palomas. ¡Qué cargo de consciencia deberían tener!

16 de junio de 2011

Un día estupendo



Llevo 3 meses en la ciudad y mis ahorros ya han volado como esas asquerosas palomas en la plaza de armas. De todos modos, sabía que no durarían mucho, así que en cuanto llegué me puse a buscar trabajo, en lo que fuera. Eso que llaman crisis aquí está afectando más de lo normal, con lo cual sólo pude conseguir un trabajo de medio tiempo repartiendo pizzas. Justo a tiempo. No tengo moto, obviamente, pero convencí al encargado de que lo mío era la bici. Tuve que gastar lo último que me quedaba en una bicicleta de segunda mano y esperar a que mi suerte cambiara a partir de ese momento.
Cambió, sin duda, pero no sabría decir qué camino tomó.

Ese día, el primero de trabajo, amaneció nublado y llovió durante mucho rato, pero pese a esto mi optimismo estaba fuera de discusión. Empezaría a trabajar y con eso podría pagar mi vida en una ciudad tan cara como esta. No ganaría una millonada, pero al menos podría pagar el alquiler y la comida durante unos cuantos meses, hasta que encontrara un trabajo en lo mío. Así que, con el pecho cargado de ánimo y buena vibra, salí de casa. Había dejado de llover, lo que tomé como una verdadera buena señal. El jefe me recibió bien, con una sonrisa, y me puse de inmediato a sus órdenes. El primer encargo ya estaba por salir del horno: Una deliciosa pizza mediterránea, esa que lleva mozzarella, atún, pimiento verde, pimiento rojo y el toque final de orégano. Mmm, ¡cómo olía! Había comido algo en casa hacía menos de una hora, pero ese olor abría el apetito como por arte de magia. El domicilio del cliente me pareció excesivamente lejos, pero pensé que quizás era una prueba a mi espíritu trabajador. Sin poner mala cara recogí la pizza, la metí en la caja que me habían pasado con el logo de la pizzería y comencé a pedalear.

Nubes amenazantes cubrían el cielo, pero pensé que la suerte estaba de mi lado y que no llovería. ¡No podía llover en mi primer día de trabajo! Llevaba pedaleando unos 20 minutos cuando me di cuenta de que estaba un poco perdido. Revisé la dirección y me ubiqué en el mapa que llevaba conmigo. Efectivamente, había pasado hace unas cuantas calles mi destino, sin darme cuenta. Empecé a retroceder y por seguir el sentido del tránsito me metí por calles con bastante mal aspecto. Mi jefe me había advertido que tenía que cumplir las reglas del tráfico, porque las multas que la policía me pudiera poner las pagaría con mi sueldo. Así que me tuve que detener en ese maldito semáforo en rojo.

Ni bien me había detenido cuando se acercaron 3 chicos con cara de pocos amigos. Me preguntaron con tono irónico de qué era la pizza que llevaba y si tenía algo de dinero que les pudiera dar. Me puse muy nervioso, pero pude darme cuenta que cualquier respuesta era mala: Se llevarían la pizza o el dinero. Intenté entrar en diálogo con ellos, pero fue peor. Se empezaron a reír mientras me rodeaban e intentaban abrir la caja donde venía la pizza. Les comenté que era mi primer día de trabajo y que por favor no me hicieran nada, que no tenía nada de dinero –era verdad- y que no podía volver a la tienda sin el importe de la pizza. Obviamente, no me hicieron caso. Abrieron la caja, sacaron la piza y, no contentos con eso, me pidieron –no con buenas palabras- que me bajase de la bicicleta. Intenté resistirme, pero un pequeño cuchillo en la mano de uno de ellos fue argumento más que suficiente para obedecer sus órdenes. No podía ser verdad… eso no podía estar pasando. No sé de dónde saqué el coraje para comenzar a forcejear con ellos -con los 3- e intenté recuperar mi bici. La discusión y el forcejeo se acaloraron tanto que no tuvieron más opción que empezar a golpearme. Sí, me defendí y en eso golpeé a uno de ellos, pero 6 manos y 6 piernas pudieron contra los míos. Paliza.

Me dejaron tirado en medio de la calle. Sentí que de mi nariz salía un hilo de sangre y que mis costillas me dolían demasiado. A lo lejos los vi caminando felices de la vida, con mi bici, con la deliciosa pizza mediterránea y, lo peor, con mi dignidad.

Empecé a volver hacia la tienda, sospechando la carita que me pondría el jefe al saber lo que había pasado. Sin bici, sin pizza y sin el dinero. Tendría que volver a imprimir currículums para otra vez volver a buscar empleo. El día no podía ser peor, pero cuando estás así de cruzado con la fortuna, siempre te tiene algo guardado para joderte aun más: Empezó a llover otra vez, fuerte como no lo había hecho en todo el día, con truenos y relámpagos incluidos.

Estupendo día, golpeado, mojado, robado y humillado. Mañana será un día mejor. Malditos optimistas. 

2 de junio de 2011

El derecho de soñar

Por primera vez (quizás no la última) me permito publicar un texto que no es mío. Visto lo visto en las manifestaciones de Barcelona, Madrid y otras ciudades españolas, creo que es un buen momento para alzar la voz y gritar, a quienes nos manejan como títeres, nuestros sinceros deseos. Quizás nos miren mal, como es usual, y quizás nos sigan tratando con la punta del pie. Quizás se sigan riendo en nuestra cara y quizás nos sigan robando nuestro dinero, respeto, dignidad e ilusiones; pero nadie, nadie en absoluto, puede robar nuestro derecho a soñar.


(...) El derecho de soñar no figura entre los treinta derechos humanos que las Naciones Unidas proclamaron a fines de 1948. Pero si no fuera por él, y por las aguas que da de beber, los demás derechos se morirían de sed. Deliremos, pues, por un ratito.

El mundo, que está patas arriba, se pondrá sobre sus pies:

En las calles, los automóviles serán pisados por los perros.
El aire estará limpio de los venenos de las máquinas, y no tendrá más contaminación que la que emana de los miedos humanos y de las humanas pasiones.

La gente no será manejada por el automóvil, ni será programada por el ordenador, ni será comprada por el supermercado, ni será mirada por el televisor.
El televisor dejará de ser el miembro más importante de la familia, y será tratado como la plancha o el lavarropas.

La gente trabajará para vivir, en lugar de vivir para trabajar.

En ningún país irán presos los muchachos que se nieguen a hacer el servicio militar, sino los que quieran hacerlo.

Los economistas no llamarán nivel de vida al nivel de consumo, ni llamarán calidad de vida  a la cantidad de cosas.

Los cocineros no creerán que a las langostas les encanta que las hiervan vivas.
Los historiadores no creerán que a los países les encanta ser invadidos.
Los políticos no creerán que a los pobres les encanta comer promesas.

El mundo ya no estará en guerra contra los pobres, sino contra la pobreza, y la industria militar no tendrá más remedio que declararse en quiebra por siempre jamás.

Nadie morirá de hambre, porque nadie morirá de indigestión.
Los niños de la calle no serán tratados como si fueran basura, porque no habrá niños de la calle.
Los niños ricos no serán tratados como si fueran dinero, porque no habrá niños ricos.
La educación no será el privilegio de quienes puedan pagarla.
La policía no será la maldición de quienes no puedan comprarla.

La justicia y la libertad, hermanas siamesas condenadas a vivir separadas, volverán a juntarse, bien pegaditas, espalda contra espalda.

En Argentina, las locas de Plaza de Mayo serán un ejemplo de salud mental,  porque ellas se negaron a olvidar en los tiempos de la amnesia obligatoria.

La Santa Madre Iglesia corregirá algunas erratas de las piedras de Moisés. El sexto mandamiento ordenará: "Festejarás el cuerpo". El noveno, que desconfía del deseo, lo declarará sagrado.
La Iglesia también dictará un undécimo mandamiento, que se le había olvidado al Señor:
"Amarás a la naturaleza, de la que formas parte".

Todos los penitentes serán celebrantes, y no habrá noche que no sea vivida como si fuera la última, ni día que no sea vivido como si fuera el primero.

"El derecho de soñar", Eduardo Galeano.

19 de mayo de 2011

El hombre descalzo



Era una noche fría de enero. Estaba en el centro de la ciudad y volvía a coger la moto para irme a casa. ¡Dios!, qué frío hacía. Iba cruzando la calle con la llave de la moto en la mano cuando lo vi entre los coches que estaban detenidos esperando la luz verde. No era muy mayor, quizás tendría mi edad, pero la vida, supuse, lo había tratado mal. Llevaba la barba de muchos días y el pelo sucio. Lo peor, es que pese al terrible frío que hacía, el hombre iba descalzo. Sí, sin zapatos y con un pantalón corto que no le llegaba a las rodillas. Tragué saliva. No pude abstraerme ante tal imagen. Me conmovió. Me conmovió al límite. Maldije a la vida por la miseria que viven algunos mientras otros nadan en dinero. Pensé rápido qué podía hacer, pero no se me ocurría ninguna idea demasiado buena. Encima llevaba sólo un par de euros y nada que pudiera ayudarle de alguna manera. Él esperaba la luz roja del semáforo para inmiscuirse entre los coches rogando que alguien bajase el vidrio y estirase la mano con alguna moneda. Muy pocos lo hacían. Pensé que no podía irme del lugar sin hacer nada y se me ocurrió una idea. ¡Claro! En la cajuela de la moto llevaba un par de zapatillas que usaba para ensayar con mi banda de rock. Resulta que toco la batería y es muy incómodo darle al bombo con unos zapatos muy gruesos. Por eso llevaba esas zapatillas en ese momento. Sí, decidí dárselas. No tenía otros calcetines para darle, pero el tipo sin duda agradecería llevar un calzado que le protegiera del frío que calaba los huesos. Él, mientras tanto, entre luz roja y luz roja se acurrucaba en el portal de un edificio para calentarse las piernas y los pies con una frazada que tenía. Supuse que era lo único que lo abrigaba por las noches.

Cogí las zapatillas, me acerqué y lo saludé. Me respondió con un acento extraño, que no supe descifrar de donde era. Le pregunté que por qué estaba descalzo si hacía tanto frío y me respondió que así era la vida, que era pobre y que tenía que pedir para comer. Me quedó lo suficientemente claro como para no preguntar nada más y le entregué las zapatillas. Le comenté que se las regalaba, pero que la condición era que se las pusiera inmediatamente para contener de alguna forma el frío que hacía. Me agradeció humildemente, con la cabeza gacha, y me dijo que él no era de aquí, que en su país tenía familia y que intentaba tener algo de dinero para poder enviar cada cierto tiempo. Pensé que no debía juntar demasiado haciendo lo que hacía, pero me dí fuerzas para no maldecir otra vez delante suyo y sólo se me ocurrió preguntarle si necesitaba algo más, pensando en algo de ropa que pudiese llevarle al día siguiente. Él me pidió comida. Comida caliente. Se me apretó el estómago aun más y prometí llevarle una sopa. Lo dejé ahí, mientras él se ponía las zapatillas y cuando ya me iba, escuché que me decía que le quedaban bien, además de ver cómo levantaba el dedo pulgar en señal de agradecimiento. Aquella noche no dormí bien.

Al día siguiente, por la noche, tal y como había prometido, preparé en un tupper una sopa lo más caliente que pude, además de meter en una bolsa un par de calcetines, pantalones largos y un suéter. Preparé todo y fui a su encuentro. Habíamos quedado a la misma hora en la misma esquina del día anterior, pero no lo encontré. Me quedé esperando, pero no lo vi por ningún sitio. Di un par de vueltas en la moto por la manzana pero no hubo caso. En un principio pensé lo peor, pero después de unos minutos me calmé y quise pensar en que quizás el hombre no pudo llegar, aunque la idea que más fuerza tomó en mi cabeza fue la de que el tipo estaba acostumbrado a que las personas le prometieran cosas que no cumplían. Otra vez pensé en la injusticia social, descargué mi rabia en forma de palabras contra la vida y contra quienes hacen de este mundo un lugar así. Decidí volver a casa con un amargo sabor de boca. Sí, amargura es la mejor palabra para definir lo que sentía en esos momentos.

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Lo volví a ver, no hace mucho. Y no muy lejos de la esquina en que estuvimos charlando aquella noche. Yo iba en la moto, un día cualquiera a una hora de la tarde, no muy tarde. Me detuve en un semáforo y lo vi a lo lejos. Estuve seguro de que era él. Incluso nos miramos a los ojos durante un milisegundo, pero no me conoció. Claro, yo iba con el casco que me tapa la mitad de la cara. Él llevaba la misma camiseta, la barba quizás un poco más larga y el mismo pantalón corto con el que lo vi hace un par de meses. Me fijé en sus pies. Obviamente, iba descalzo.