14 de julio de 2011

Oh my God, oh my God




Era canadiense. Se llamaba Grace y era una rubia de lo más bella que he visto en mi vida. Bueno, ES, porque no ha muerto, que yo sepa. Cuando la conocí, en casa de unos amigos, me acerqué tímidamente y me sorprendió su buena aceptación y simpatía. Eso me envalentonó, claro, así que me intenté acercar más y más cada día. Un mensaje de texto en el móvil, una llamada de vez en cuando. Invitaciones a salir, a pasear, a hacer cosas. Hasta que al final lo conseguí. Con el primer beso empezó una bonita historia de amor que pudo ser diferente si no fuera por esas cosas extrañas que tiene la naturaleza y la vida en general. Ella decía todo el tiempo que a veces te ocurren cosas que debes interpretar como verdaderas señales del destino. Y ella creía mucho en el destino.

Era un domingo de agosto. Llevábamos 3 semanas saliendo y yo estaba de lo más feliz. Ese día no hacía mucho calor, así que decidimos ir al parque en vez de ir a la playa. Camino a nuestro destino pasamos a comprar un helado y caminábamos como dos quinceañeros, viviendo una bonita historia de amor. Nunca había conocido a una canadiense, pero ella estaba dejando en alto el nombre de ese país. Conversábamos a medias entre su español y mi inglés, ambos malísimos, pero nos entendíamos y más aun, esa torpeza con las palabras nos divertía mucho.

Llegamos al parque, lo recorrimos entero y decidimos descansar un ratito a la sombra de un árbol. Me recosté y ella hizo lo mismo apoyándose en mi. Cerré los ojos y recuerdo haber disfrutado ese momento como si fuera uno de los últimos de mi vida. Me sentí feliz. Grace era una mujer perfecta. O casi. Su manía con las señales de la vida y esa cosa del destino que nunca entendí muy bien, me descolocaban un poco, pero más allá de eso, creo que era perfecta. Me hubiese gustado llegar a descubrir sus imperfecciones, pero no hubo tiempo.

La tarde transcurría, la gente paseaba a nuestro alrededor, familias enteras, turistas, jóvenes haciendo malabares, niños jugueteando con sus mascotas. Nada malo, nada incorrecto. Pero como siempre en mi vida algo tiene que salir mal en el mejor de los instantes, pues simplemente sucedió. Nos habíamos incorporado y ya no estábamos recostados, sino que estábamos sentados mirándonos de frente. Conversábamos de la vida y recuerdo haberle dicho una frase que pareció profética: “Hay que disfrutar cada momento como si fuera el último”. En realidad no sé muy bien qué mierda quise decir, porque no soy ni muy profundo ni muy filosófico como para lanzar ese tipo de tonterías al viento, pero resultó ser de lo más categórico. En ese momento, sentí un crack y un posterior ruido terrible, como si fuera a terremotear –créeme, sé de terremotos- y por un movimiento completa y absolutamente instintivo, miré al cielo y vi que más de la mitad de la copa del tremendo árbol bajo cuya sombra nos encontrábamos, se venía abajo, rápida e irremediablemente. Alcancé a gritar “¡CUIDADO!” y me salí del sitio lo más rápidamente posible. Grace también hizo lo mismo sin dudar y ambos nos quedamos mirando cómo esa mole hecha de ramas y miles de hojas caía sobre el lugar exacto donde la feliz pareja estaba hasta hacía sólo unas cuantas milésimas de segundo. Increíble. Pero jodidamente cierto.

No dijimos palabra, simplemente nos quedamos mirando cómo pudimos haber muerto –o quedado malamente heridos- bajo aquella gran parte de árbol que sólo tenía la labor de protegernos del sol. La gente se acercó en masa rápidamente a ver qué diablos había sucedido y empezó a atosigarnos con preguntas como “¿están bien?”, “¿les ha pasado algo?” y otras de lo más absurdas del tipo “¿pero qué han hecho?”, como si 2 miserables seres humanos enamorados fuésemos capaces de proyectar una mirada láser para quebrar las imponentes ramas de aquel árbol gigante.

Grace tenía la mirada fija. Si ella era blanca por naturaleza, ahora parecía un verdadero fantasma y de sus labios sólo salía un murmullo que, al acercarme, noté que se traducía como “Oh, my God. Oh, my God.” Empezó a caminar alejándose de la escena y una vez que salimos del parque y llegamos a la esquina, sacó el habla para decirme, con la mirada fija aun, que la dejara sola, que necesitaba estar sola. Le ofrecí mi compañía, pero insistió con un pequeño grito que lo que necesitaba era estar sola. Acepté y la dejé ir. Y por más que intenté llamarla, ir a su casa y verla, nunca más lo conseguí. Después de una semana, recibí un correo suyo que decía que no podía verme más, que la experiencia del árbol había sido una clarísima y traumática señal de que yo era peligroso y que algo malo le podía pasar. Siendo justo, también dejaba abierta la idea de que ella fuese la peligrosa para mí, lo que igualmente la hacía decidir alejarse completamente.

Y esa fue la historia más bonita de amor que he tenido, cortada abruptamente por el misterioso capricho de un árbol viejo que decidió irse abajo en el momento exacto en que estábamos bajo su sombra. Creo que después de recordar, leer y repasar lo que ocurrió, yo también creo un poquito en eso que llaman destino.

1 comentario:

  1. Lo que te pasó es que te saliste del sitio y no te preocupaste por si la rama le caía a ella... un caballero la hubiera cubierto con su propio cuerpo para protegerla, hombre! ;)
    Con semejante actitud yo también te habría dejado plantado... habrase visto!

    ResponderEliminar