28 de julio de 2011

El gran momento



Aun recuerdo ese partido. Gran partido. Han pasado los años, pero el recuerdo sigue vivo en mi memoria como si hubiera sido ayer. Habíamos hecho un campeonato impecable y llegábamos a la final a disputar el título con el equipo que siempre pensamos sería nuestro rival en el gran encuentro. Nos habíamos enfrentado dos veces durante el campeonato y todo estuvo muy reñido, tanto así que ningún equipo supo sacar ventaja del otro: Dos empates a 1 gol y muchas ganas de querer comernos a los jugadores rivales, deportivamente hablando.

En nuestro equipo estaba el gordo González, un portero que realmente no tenía cabida en la oncena titular por dos grandes razones. La primera y principal era nuestro portero titular, el gran Carlos Vergara, que era indiscutido por sus grandes aptitudes bajo los 3 palos. Qué grande era Carlitos, un crack. Y bueno, la segunda razón, aunque no menos importante, era que el gordo González no veía una. Era malo. Pero malo malo. Siempre destacó, eso sí, por su gran sentido del sacrificio. Era el que primero llegaba a los entrenamientos y el último en irse a las duchas. Siempre se quedaba con el entrenador de porteros y lo exprimía hasta que el pobre entrenador lo mandaba a la casa porque era muy tarde. Por constancia, trabajo y sacrificio no había otro mejor, pero a la hora de la verdad, la triste realidad era que nuestro amigo no tenía dedos para el piano. Quizás si se hubiera dedicado al basket o al voley hubiese ganado todo, pero no, el muy tozudo quería jugar de portero a toda costa. Los entrenadores sabían que no era ninguna garantía para nuestro equipo, pero premiaban su esfuerzo año tras año haciéndolo partícipe de nuestras grandes temporadas. Y él, seguía entrenando y entrenando, esperando su gran momento.

Ese año, el más importante, el año en que por fin llegábamos a la final con muy buenas opciones de ser campeones, el destino estaba escrito. Corría el minuto 80 y una fea entrada de un delantero rival hizo que Vergara, nuestro gran portero, se retorciera de dolor por varios minutos. Aunque los 10 jugadores restantes, más los que estaban en el banquillo, temimos lo peor, todos rogábamos esperanzados que no fuese más que un susto y que Carlitos pudiese jugar los 10 minutos restantes. Íbamos cero a cero y todo estaba muy peleado. Varias tarjetas amarillas, varias faltas feas, muchas palabras no muy amistosas entre los jugadores…

Lamentablemente para nosotros, Vergara no pudo seguir pese a que lo intentó como un valiente. Todos mirábamos al banquillo y veíamos al gordo González preparándose para entrar y la verdad, mirábamos al cielo implorando un milagro. El gordo entró al campo como queriendo comerse el mundo, concentradísimo, a disputar los últimos 10 minutos del partido. Obviamente, para intentar que los ataques del rival no prosperaran, todo el equipo se retrasó un poco, haciendo una especie de frontón llegando a nuestra área. Todo para que el gordo no tuviera que intervenir. Pero como ya he dicho, el destino estaba escrito. En el último minuto el mismo delantero que antes había sacado a nuestro portero titular del encuentro, se escapó libremente de nuestra marca –de mi marca- y se enfrentó cara a cara con González. Yo sabía que no había posibilidad, así que intentando un último recurso y esperando EL milagro, derribé al rival antes de que pudiera patear de cara a la portería. Penalty y expulsión. Vi la tarjeta roja con todo el dolor de mi corazón, pero no recibí ninguna reprimenda porque todos sabíamos que era la única posibilidad que teníamos.

El gordo González se preparó como todo un profesional: Se puso bien los guantes, canchereó con el jugador que iba a patear, intentando ponerle nervioso, habló con el árbitro, levantó los brazos unas cuantas veces, miraba al cielo, se paseaba por el área… todo lo que haría un profesional en una instancia decisiva.

El resto de compañeros, todos, nos encomendábamos a lo que cada uno creyera. Yo casi no quería mirar. Recibí el consuelo de mis compañeros del banquillo y juntos, abrazados, nos dispusimos a mirar el desenlace. Internamente yo creía en el milagro, en que el gordo González se pudiera convertir en héroe, en levantar la copa de campeón. El se lo merecía, había trabajado todo el año esperando este momento. El momento decisivo. El penalty atajado que lo elevaría a la categoría de salvador. Todos trabajamos día a día, ya sea en un despacho, en un banco, en un hospital, en una tienda, en un colegio, frente a un ordenador, todos, esperando nuestro gran momento. Y para el gran gordo González, ese gran momento había llegado.

El árbitro que pita y el delantero que va a patear, yo cierro los ojos y escucho un gran estallido, un gran grito. Abro los ojos esperando encontrar a mis compañeros saltando de alegría, pero lo que veo es a todo el equipo rival abrazándose por el gol anotado.

¿Y qué esperabas? Los milagros no existen. Salimos segundos. Perdedores. Nunca más pudimos disputar una final. Nunca tuvimos nuestro gran momento.

14 de julio de 2011

Oh my God, oh my God




Era canadiense. Se llamaba Grace y era una rubia de lo más bella que he visto en mi vida. Bueno, ES, porque no ha muerto, que yo sepa. Cuando la conocí, en casa de unos amigos, me acerqué tímidamente y me sorprendió su buena aceptación y simpatía. Eso me envalentonó, claro, así que me intenté acercar más y más cada día. Un mensaje de texto en el móvil, una llamada de vez en cuando. Invitaciones a salir, a pasear, a hacer cosas. Hasta que al final lo conseguí. Con el primer beso empezó una bonita historia de amor que pudo ser diferente si no fuera por esas cosas extrañas que tiene la naturaleza y la vida en general. Ella decía todo el tiempo que a veces te ocurren cosas que debes interpretar como verdaderas señales del destino. Y ella creía mucho en el destino.

Era un domingo de agosto. Llevábamos 3 semanas saliendo y yo estaba de lo más feliz. Ese día no hacía mucho calor, así que decidimos ir al parque en vez de ir a la playa. Camino a nuestro destino pasamos a comprar un helado y caminábamos como dos quinceañeros, viviendo una bonita historia de amor. Nunca había conocido a una canadiense, pero ella estaba dejando en alto el nombre de ese país. Conversábamos a medias entre su español y mi inglés, ambos malísimos, pero nos entendíamos y más aun, esa torpeza con las palabras nos divertía mucho.

Llegamos al parque, lo recorrimos entero y decidimos descansar un ratito a la sombra de un árbol. Me recosté y ella hizo lo mismo apoyándose en mi. Cerré los ojos y recuerdo haber disfrutado ese momento como si fuera uno de los últimos de mi vida. Me sentí feliz. Grace era una mujer perfecta. O casi. Su manía con las señales de la vida y esa cosa del destino que nunca entendí muy bien, me descolocaban un poco, pero más allá de eso, creo que era perfecta. Me hubiese gustado llegar a descubrir sus imperfecciones, pero no hubo tiempo.

La tarde transcurría, la gente paseaba a nuestro alrededor, familias enteras, turistas, jóvenes haciendo malabares, niños jugueteando con sus mascotas. Nada malo, nada incorrecto. Pero como siempre en mi vida algo tiene que salir mal en el mejor de los instantes, pues simplemente sucedió. Nos habíamos incorporado y ya no estábamos recostados, sino que estábamos sentados mirándonos de frente. Conversábamos de la vida y recuerdo haberle dicho una frase que pareció profética: “Hay que disfrutar cada momento como si fuera el último”. En realidad no sé muy bien qué mierda quise decir, porque no soy ni muy profundo ni muy filosófico como para lanzar ese tipo de tonterías al viento, pero resultó ser de lo más categórico. En ese momento, sentí un crack y un posterior ruido terrible, como si fuera a terremotear –créeme, sé de terremotos- y por un movimiento completa y absolutamente instintivo, miré al cielo y vi que más de la mitad de la copa del tremendo árbol bajo cuya sombra nos encontrábamos, se venía abajo, rápida e irremediablemente. Alcancé a gritar “¡CUIDADO!” y me salí del sitio lo más rápidamente posible. Grace también hizo lo mismo sin dudar y ambos nos quedamos mirando cómo esa mole hecha de ramas y miles de hojas caía sobre el lugar exacto donde la feliz pareja estaba hasta hacía sólo unas cuantas milésimas de segundo. Increíble. Pero jodidamente cierto.

No dijimos palabra, simplemente nos quedamos mirando cómo pudimos haber muerto –o quedado malamente heridos- bajo aquella gran parte de árbol que sólo tenía la labor de protegernos del sol. La gente se acercó en masa rápidamente a ver qué diablos había sucedido y empezó a atosigarnos con preguntas como “¿están bien?”, “¿les ha pasado algo?” y otras de lo más absurdas del tipo “¿pero qué han hecho?”, como si 2 miserables seres humanos enamorados fuésemos capaces de proyectar una mirada láser para quebrar las imponentes ramas de aquel árbol gigante.

Grace tenía la mirada fija. Si ella era blanca por naturaleza, ahora parecía un verdadero fantasma y de sus labios sólo salía un murmullo que, al acercarme, noté que se traducía como “Oh, my God. Oh, my God.” Empezó a caminar alejándose de la escena y una vez que salimos del parque y llegamos a la esquina, sacó el habla para decirme, con la mirada fija aun, que la dejara sola, que necesitaba estar sola. Le ofrecí mi compañía, pero insistió con un pequeño grito que lo que necesitaba era estar sola. Acepté y la dejé ir. Y por más que intenté llamarla, ir a su casa y verla, nunca más lo conseguí. Después de una semana, recibí un correo suyo que decía que no podía verme más, que la experiencia del árbol había sido una clarísima y traumática señal de que yo era peligroso y que algo malo le podía pasar. Siendo justo, también dejaba abierta la idea de que ella fuese la peligrosa para mí, lo que igualmente la hacía decidir alejarse completamente.

Y esa fue la historia más bonita de amor que he tenido, cortada abruptamente por el misterioso capricho de un árbol viejo que decidió irse abajo en el momento exacto en que estábamos bajo su sombra. Creo que después de recordar, leer y repasar lo que ocurrió, yo también creo un poquito en eso que llaman destino.

8 de julio de 2011

El perro no dijo ni mu



Era un día normal de julio. El calor era insoportable, así que me levanté temprano y en un par de horas tenía toda la casa limpia y ordenada. Sólo me faltaba poner una lavadora y salir a comprar un par de cosas al supermercado, así que, para no esperar el sol de la tarde, decidí ponerme manos a la obra y terminar toda la faena. Después de poner la ropa en la máquina de lavar, cogí el carrito de la compra y bajé a comprar al súper más cercano, que está a unas 2 calles de mi casa.

Bajé y crucé la calle con la intención de atravesar en diagonal la plazoleta que está justo en frente de mi edificio, para hacer el camino más corto y disfrutar también de la sombra de los arbolitos. Precisamente en uno de esos árboles me fijé en un perro que estaba haciendo sus necesidades, feliz de la vida. Me pareció muy parecido al Horacio, el perro de mi vecina. Muchas veces nos hemos encontrado en las escaleras, así que conozco perfectamente al animal. Me pareció extremadamente raro verlo ahí, solo, sin rastro de su dueña. Me acerqué y lo llamé, a ver si se daba por aludido y movía la cola o algo. Efectivamente, el perro escuchó mi voz y comenzó a dar saltitos y a mover el rabo, con lo cual decididamente confirmé que se trataba del famoso Horacio. Le pregunté por qué estaba tan solo y que dónde estaba su dueña, la señora María. Claro, el pobre perro no dijo ni mu.

No supe qué hacer. Fue una de esas situaciones en que la cabeza gira a un montón de kilómetros por minuto pero finalmente no llega a ningún destino. Si lo dejaba ahí sabiendo que era el Horacio y le pasaba algo, lo lamentaría. Pero era tan raro que el animal estuviera ahí sin su dueña que decidí dejarlo y seguir con mi camino al supermercado.

Dándole todavía vueltas al asunto, entré en el almacén y comencé a buscar las cosas que necesitaba. Cuando ya tenía todo listo y estaba camino a ponerme en la fila de la caja para pagar, me crucé con la señora María, mi vecina y la flamante dueña del perro que yo creía haber visto en la plazoleta. Su cara era de absoluta pesadumbre. Tristeza total. Nos saludamos y sin esperar ni un minuto, le comenté la situación. Le dije que en la plaza había visto a un perrito muy parecido al Horacio y que me extrañó mucho no haberla visto cerca. Los colores le volvieron al rostro como por arte de magia y respiró profundamente, transmitiéndome la sensación de completo alivio. Agradeció a un dios –en verdad no sé a qué religión pertenece mi vecina, si solo nos hemos cruzado unas cuantas veces- y dijo que lo estaba pasando muy mal. Me contó que ella iba camino al supermercado cuando de pronto se le cruzó un joven con muy mal aspecto y arrinconándola contra la pared, cogió al perro en sus brazos y se le acercó intimidándola con un lenguaje soez, diciéndole que tendría que elegir entre darle 100 euros o quedarse con el perro. Ante la angustia, ella pensó en entregarle el dinero al chico, pero la verdad era que no tenía suficiente, si apenas llevaba los 20 para hacer la compra. El chico pensó en recibir esos 20, pero pensó que la pobre vieja lo estaba engañando e insistió en los 100. Supongo que para ser consecuente con su acción, el chico decidió coger al perro y desaparecer. Mi vecina se quedó helada y no supo qué hacer, y pasados unos minutos, se dio cuenta que el Horacio ya no aparecería. Casi sin poder respirar y guiada sólo por la inercia, la pobre señora María siguió caminando al súper, donde finalmente me la encontré.

Dejó ahí tirado su carro con las pocas cosas que pensaba comprar y salió corriendo -lo más rápido que podía- para encontrarse con su querida mascota. Yo me alegré de haber sido la fuente de su alivio, pero pensé que esta vez el pobre Horacio no tuvo la suerte de librarse de su dueña. Siendo su vecino me imagino lo que debe vivir cada día el pobre perro. Lo siento, pequeño amigo, pa' otra vez será.