28 de abril de 2011

Mi carrera en el 600



Hacía pocas semanas que mi padre había conseguido, por fin, arreglar el viejo 600 después de varios meses juntando dinero para poder desabollarlo. Él había tenido un pequeño accidente y en esa época los seguros no eran lo que son ahora; si querías que tu coche luciera como nuevo tenías que juntar moneda a moneda el coste del taller mecánico.

Un día lunes de primavera, por la mañana, antes de ir al colegio y mientras él terminaba de desayunar, mi viejo me dio las llaves del Fiat para que yo lo pusiera en marcha y calentara el motor para un desplazamiento sin problemas. Como en cualquier vehículo viejo, esto era imprescindible en nuestro Fito.

A mis 12 años yo ya había hecho esa tarea varias veces: Metía la llave, verificaba que la palanca de marchas estuviera en neutro, le daba unas cuantas patadas al pedal de acelerador y hacía contacto. Ese día no tenía por qué ser diferente, pero lo fue.

Estando con el motor ya en marcha y sin ninguna explicación, comencé a jugar y a imaginar que era un piloto profesional. Sin ser consciente, puse el pie en el pedal de embrague y metí la primera marcha. Apreté poco a poco el acelerador mientras quitaba el pie izquierdo del embrague y, evidentemente, el vehículo comenzó a avanzar. A los conductores primerizos esa acción les es especialmente difícil y generalmente termina con el motor detenido sin haber avanzado ni medio metro, pero en mi caso la fortuna no fue una buena amiga y permitió que me desplazara 3, 4 y hasta 5 metros, con el coche cogiendo cada vez más velocidad. Cuando vi que empezaba a moverse, los nervios se apoderaron de mí y, creo recordar, cometí el gran error de pisar aun más el acelerador cuando lo que tenía que haber hecho era mover el pie al freno y pisarlo con fuerza. Claro, te lo cuento y te ríes, pero si tuvieras 12 años y hubieras estado en mi lugar, seguramente te hubiera pasado lo mismo. Malditos nervios.

Mi breve pero intensa carrera acabó con el 600 estrellado contra el manzano que teníamos en el patio, unas cuantas ramas encima del capó –haciendo aun peor el efecto visual del accidente-, el Fito otra vez destrozado y un crío de 12 años temblando de miedo en el asiento del conductor. Lógicamente, el suceso provocó el suficiente escándalo auditivo como para que mis padres salieran corriendo de casa a ver qué había sido ese gran ruido. En ese instante creo que el demonio en el que muchos creen se apoderó de mi padre, porque nunca lo había visto con el rostro tan desencajado. Hirviendo de rabia abrió la puerta y me sacó del coche tirándome violentamente de un brazo. Fue tanta la fuerza que ejerció en ese movimiento que me tiró de boca directamente al suelo. Yo no me enteraba de qué estaba pasando. Sabía que la había cagado y que era responsable de lo que le había pasado a nuestro querido 600, pero no pensé que además tuviera que recibir una paliza por eso. Efectivamente, mi padre comenzó a darme golpes de puño y patadas mientras yo estaba en el suelo. Las lágrimas del dolor se mezclaban con la sangre que salía de mi nariz y de mis labios y sólo podía mover mis brazos y piernas con el fin de hacerme un ovillo y protegerme del ataque de la persona que me vio nacer. Como ruido de fondo escuchaba los gritos de mi madre que intentaban calmarlo, sin éxito. No sé si habrán sido 20 o 30 segundos pero, como siempre en estas cosas, para mí se convirtió en una eternidad. Recuerdo haber recibido golpes en cada una de las partes de mi cuerpo y lo sabría por los terribles dolores y moretones que aparecerían al siguiente día.

Cuando ya no podía más, en medio de la golpiza, recuerdo que abrí un ojo y vi a mi madre viniendo hacia nosotros con la escoba empuñada como si fuera un bate de béisbol listo para golpear la pelota. Vi sus lágrimas en los ojos -que miraban fijamente a mi padre- y la furia en la expresión de su cara. Ella estaba a 2 metros de nosotros cuando cerré los ojos otra vez y esperé el golpe que terminaría con mi calvario.

Dicen que las cosas pasan por algo. El golpe que detuvo a mi padre no fue el de mi madre, sino el de una gran rama que cayó del árbol chocado por el 600 y que le dio en plena cabeza justo cuando mi madre le iba a golpear. Lo dejó inconsciente, tirado justo al lado de la rueda trasera. Curiosamente, mi viejo tenía que haber podado el árbol el día anterior, pero entre la siesta, el fútbol de la tele y la cerveza con los amigos, se le pasó el tiempo.

21 de abril de 2011

La única vez



Así, como me ves, siempre me ha ido bien. Desde pequeño he tenido suerte, no me puedo quejar. Claro, las ha habido espectaculares y las ha habido no tanto, pero nunca he pasado hambre. Tú ya me entiendes, se me da bien. Es difícil que alguna se me resista. No sé, sé jugar mis cartas, sé usar las tácticas precisas según la estrategia que convenga adoptar. Eso sí, el comienzo no fue nada fácil.

Cuando tenía 4 o 5 años tuve el primer acercamiento femenino. Todavía no sabía ni hablar correctamente. ¡Puaj! En ese momento, evidentemente, no estaba interesado en otra cosa que en jugar con mis tonterías de niño, pero esa mujercita ya apuntaba maneras de niña grande. Vivía a un par de casas de la que mis padres habían comprado. A los 2 o 3 días de habernos mudado, llegó a visitarnos por primera vez. Mi madre, al verla tan pequeña y simpática, no halló nada mejor que hacerla pasar y presentarnos. Recuerdo que la vi y supe en ese mismo instante que la odiaba. No quería saber nada de ella. Nada. Era una niña gordinflona, con las piernas más cortas de lo normal, casi no tenía dientes y su madre tenía tan pésimo gusto que la peinaba con 2 coletas, con lo que la hacían parecer un dibujo animado mal hecho. No sé si era porque en el barrio no había más niños o qué, pero la niña se empeñó en ir cada día a mi casa durante ese verano. Hablé seriamente con mi madre –todo lo serio que puede hablar un niño de 5 años- y le dije que no quería que dejase entrar a la niña, que me caía mal y que no la soportaba. Mi madre se sonrió y la defendió diciendo que era una niña muy linda, muy simpática y muy alegre. Le dije que no me importaba si era alegre o no; lo único que quería era no verla más.

Cosas del destino –o de los malvados padres, los suyos y los míos-, aquel año la matricularon en el mismo colegio que yo, de manera que me vi obligado a ir cada día con ella a la misma clase en el mismo colegio, además de volver a casa después de cada jornada, con sus padres o los míos. Creía que era una maldición, no podía ser otra cosa. Y ya sabes, en esos juegos de primeros años de escuela en que te hacen bailar, actuar y un montón de cosas más, adivina con quién me tocaba. Sí, esa maldita niña era mi sombra; no me dejaba en paz. Incluso tuve que tomarle las manos y la cintura en un baile folclórico que hicimos. Imagínate. La odiaba, te juro que la odiaba.

Y así fue hasta que, pasados 2 o 3 años, por fin tuve el valor de decirle lo que pensaba. Eché fuera todo lo que llevaba acumulando durante días, semanas, meses y años. Le dije que estaba arruinando mi niñez, que la encontraba fea y gorda y que jamás iba a ser su amigo. Sí, recuerdo que la pobre gordita se puso a llorar enseguida, y no paraba. Creo que la hice sufrir. Recuerdo que ese día fue la penúltima vez que la vi. La última fue cuando iba en el asiento trasero del coche de su padre el día que hicieron la mudanza. Sí, se cambiaron de casa a las pocas semanas de haberle soltado todo mi odio. No sé, no creo que haya sido por eso. ¡Si éramos unos niños!

Después, prohibí a mis padres hablar de ella. Sí, me hicieron caso. Pasó al olvido como por arte de magia. Quizás qué habrá sido de ella. Ojala se haya puesto un poco más guapa o, al menos, más delgada. Sí, ¿te imaginas? Ah, no me acuerdo. Sólo recuerdo que la llamaba Talina o Taolina. Jaja, sí, no te rías, recuerda que ni podía hablar. Espera un momento, que me llaman por el fijo.

- ¿Sí? Sí. Vale, sí, sí, lo tengo. Se lo llevo en un momento. Vale.

Perdona, era mi jefa, que me está pidiendo unas cosas. ¿En qué iba? Ah, sí, esa fue mi única mala experiencia con el sexo opuesto. Jaja, ya ves… ¡mierda!, espera, otra vez el maldito teléfono.

- ¿Sí? Sí. Vale, señora Carolina, se lo llevo enseguida. Perdone. No, no estoy hablando por teléfono. Sí, no se preocupe, ahora voy.

Oye, te dejo, era mi jefa otra vez. Esta mujer parece que me odia. Sí, es como si me hubiese conocido en otra vida y me esté haciendo pagar mis pecados. Está buenísima y sólo por eso la aguanto, pero te juro que me hace la vida imposible. Vale, hablamos otro día, chau.


14 de abril de 2011

Jugar el juego




Soy de esas cabezas inquietas, juguetonas, que no paran de trabajar aun en esos “tiempos muertos” que todos tenemos en nuestro día a día: cuando sales de tu casa camino a tomar el transporte, mientras viajas en el metro, cuando esperas en la cola de algún banco o mientras subes en el ascensor. Esos momentos, breves instantes, los aprovecho jugando a inventar situaciones, cual guionista de cine. Me fijo en el niño que se cruza conmigo y arrastra su mochila de camino al colegio o en el señor de bigotes que cada mañana está sentado en la misma mesa de la misma cafetería frente a la boca del metro. Me fijo en sus caras, en sus expresiones, en sus posturas corporales y me invento una situación para ellos. Así, en mi cabeza, el niño aquel día tiene un examen de matemáticas y por eso se quedó estudiando hasta tarde, pero no le irá bien porque tiene a su madre enferma y de ahí su cara de preocupación y ensimismamiento. El señor, también en mi imaginación, está divorciado hace poco y tiene una extraña sensación de liberación que lo empuja a buscar nuevas aventuras, que es la razón por la que extiende una mirada pícara a cada señora que se sienta cerca de su mesa. Lo sé, debo equivocarme en el 90% de los hechos que me invento, simplemente me divierte jugar con eso.

Esta mañana, cuando venía camino al trabajo, me fijé en una mujer que iba frente a mí en el metro y decidí hacerla partícipe de mi juego habitual. Era menor que yo, deduje, por su piel morena firme y tersa. Guapa, sí, definitivamente lo era. Preocupada de su apariencia por la combinación de colores en sus ropas y cuidadosa al detalle de cada parte visible de su cuerpo; bien peinada su corta melena, sobrio maquillaje que denota su buen gusto, uñas pintadas a la perfección en un tono extraño de rojo y su mirada altiva, como de modelo posando para una foto. Supuse que había estudiado cada expresión de su rostro frente a un espejo y me acordé de Eli, una amiga que hace lo mismo. Le inventé que iba camino a su trabajo y que en esa bolsa tan grande debía llevar disimuladamente algunos accesorios deportivos para ir, a mediodía, al gimnasio. No supe decir si era extranjera, así que me inventé que podía venir del norte del país y que llevaba viviendo en la ciudad unos 2 o 3 años, porque no tenía necesidad de mirar el mapa para ver en qué estación estábamos. En algunos momentos elevaba su mirada y echaba un vistazo hacia todos lados, como esperando no encontrarse con alguien. Por esto deduje que hace pocos días había peleado con su novio y que no quería encontrárselo en un sitio tan público. Cuando no usaba esa visión periférica, la mujer concentraba su atención en cada una de las personas a las que tenía cerca, entre los que me conté, y nos miraba de pies a cabeza con un movimiento sutil y disimulado de sus oscuros ojos. Eso me sugirió la idea de que la mujer, pese a lo serio de su semblante, también era de mente juguetona y estaba buscando al personaje ideal para sus fantasías. Me sonreí pensando en que me podía escoger, pero sentí un gran sonrojo cuando noté que se quedó mirándome fijamente.

Levanté la mirada y vi sus ojos directamente enfrentados con los míos, aunque la expresión penetrante de su rostro hizo que yo la bajase rápidamente. Tuve esa sensación incómoda que la mayoría de nosotros experimentamos cuando somos observados. Tragué saliva y me sentí por primera vez como uno de los actores con los que me gusta jugar, pero en este caso la obra era dirigida por otro.

Llegando a la penúltima estación de mi viaje, la mujer decidió transformarse en personaje activo de la escena y se me acercó lentamente con una coqueta sonrisa. Los nervios se apoderaron de mí, pero al verme sin escapatoria no tuve otra opción que levantar la vista y devolverle tímidamente la mueca de cortesía. Lo que definitivamente no esperaba era que me abrazase con una esforzada actitud cariñosa, movimiento que me dejó quieto, congelado y con los ojos tan grandes que casi se me salen de las órbitas. Debo admitir, también, que el dulce olor de su perfume tuvo un efecto placentero e hipnotizador.

Los 2 o 3 segundos que duró su abrazo fueron como 2 o 3 horas para mí, pero me tranquilicé cuando la sentí despegarse de mi cuerpo, justo en el momento en que las puertas se abrían. El siguiente movimiento se tradujo en su rápido descenso del vagón. Me giré a ver si me devolvía la mirada, pero lo único que vi fue su menudo cuerpo perdiéndose entre tantos otros que subían por la escalera mecánica. El instante de contracción muscular que produjo su abrazo me duró un par de segundos más, concretamente hasta que se cerraron las puertas y el tren reinició su viaje. No fue hasta que me bajé, en la siguiente estación, que noté que me faltaba algo. La mujer, jugadora experta en juegos que desconozco, me había ganado la partida.

7 de abril de 2011

Frente de liberación




Todo este tiempo nos hicimos llamar FDL, sigla explícita de nuestro gran objetivo: Frente de Liberación. Llevábamos muchos meses -casi un año- planeando lo que acabamos de hacer. Todo ha salido a la perfección, según lo que parece. Nos jugábamos la vida en esto. Cualquier error, por mínimo que fuera, nos hubiera costado demasiado caro. No sólo devolverían a los prisioneros adonde estaban, sino que nos encerrarían a todos nosotros también. Además, todos los recursos, el dinero invertido y los contactos aquí y en el extranjero desaparecerían sin más. Sí, arriesgábamos mucho, pero todos los miembros del Frente teníamos firmes convicciones personales. Era algo que se tenía que hacer.

El proyecto no era fácilmente realizable porque había muchas aristas, muchos puntos inconexos que debimos unir en poco tiempo. Tuvimos que diseñar un plan para, primero, hacer escapar a los prisioneros y, después, más difícil aun, hacer que desaparecieran de la faz de la Tierra. O que eso pareciera. Conseguimos el dinero necesario de diferentes maneras, no todas lícitas, lo sé, pero si me preguntan si me arrepiento, digo que no, porque todo valía por la causa. Los contactos en la prisión, fuera de ella, los altos mandos, los peces gordos, las personas que se encargarían de los prisioneros en el extranjero y todos quienes participaron de manera directa o indirecta fueron muy valientes.

Teníamos que actuar de noche, cuando las defensas tienden a bajarse. Y teníamos que hacerlo rápido y sin errores. Todos estábamos sincronizados y actuábamos en constante comunicación vía walkie talkies o móviles. La noche escogida fue sugerida por uno de los directivos de la prisión, al que pudimos contactar por segundas o terceras personas. Nunca lo vimos y lo tratamos siempre con un seudónimo, pero colaboró de manera importantísima. Teníamos 2 horas exactamente. Ni un segundo más. Entre las 3 y las 5 de la madrugada del sábado 25 de abril, todos los prisioneros debían salir rápidamente de su encierro y ser desplazados a diferentes destinos. Esto implicaba una organización gigantesca. Era un operativo casi militar y así lo tomamos. En un momento dado, pocos minutos antes de la hora señalada, tuvimos noticias de que alguien no involucrado estaba al tanto de la operación y pensamos que todo se iría por el garete. Meses y meses de arduo trabajo, planificación y puesta en marcha de un proyecto glorioso se irían al tacho de la basura. La sensación de todos fue de angustiante desesperación y desilusión, pero supimos mantener valerosamente la calma y esperar que fuese una falsa alarma. Efectivamente, se trató de un falso rumor, o más bien, de un malentendido, de los que ocurren muchos cuando estás trabajando bajo tan desgastante presión.

A las 2:59 una gota de frío sudor cayó de mi frente y me di cuenta del temblor que tenía en ambas manos. Tuve que intentar mantener la sangre fría, porque sabía que mi labor era fundamental y no podía fallar. A las 3 en punto el jefe de la operación dio la señal y todos empezamos a trabajar conjuntamente, cada uno haciendo la tarea que le había sido encomendada y en la cual llevaba entrenando varias horas diarias los últimos 2 o 3 meses, una vez que el diseño del proyecto estuvo terminado. Mi labor terminó, como estaba previsto, a las 3:14 y después todo fue esperar que las siguientes fases fueran cumplidas a la perfección. Y así fue. A las 5:46 de esta mañana volví a casa después de la noche más importante y estresante de mi vida. Estaba feliz. No cabía en mí de la satisfacción. Pensé que dentro de un rato todo el mundo estaría hablando de nosotros. Apareceríamos en cada noticiero, en cada periódico, en cada televisión del país y, seguramente, en casi todos los de todo el mundo.

Hoy a mediodía, en la tradicional comida familiar de los sábados, mi sobrinito me contó que en la mañana había ido con su curso al zoológico y que no había ningún animal. Todos habían desaparecido como por arte de magia y, además de su grupo de compañeros, toda una muchedumbre se había congregado en el lugar para constatar con sus propios ojos algo inimaginable. Mi hermano me comentó que la mitad del personal de la policía de investigaciones  estaba ahí haciendo pesquisas, pero que la opinión que se manejaba era que no había grandes pistas. Si el trabajo del Frente de Liberación ha sido bien hecho, de lo que estoy seguro, jamás encontrarán alguna.

1 de abril de 2011

Brindo



Brindo por haberte conocido, por haber compartido ese largo e intenso período de tiempo contigo, porque en el primer momento hayas tomado la iniciativa, por la muy grata impresión que causaste en mí aquel día que nos conocimos, casi por casualidad… por el efecto que causaste en mi corazón, por el recuerdo bello e imperecedero que ahora vive en esta cabeza vieja y atontada.

Brindo con esta copa de tu vino favorito, sí, cabernet sauvignon, por todos y cada uno de tus mensajes, verbales, no-verbales y, sobre todo, los corporales. Por tus palabras cariñosas, por la música que me mantiene vivo y pudimos compartir; por ser como eras, por tu silencio, por tu complicidad, tan difícil de encontrar; por tu paciencia, por tu sonrisa, por los años que pasamos juntos en Barcelona; por el tiempo que perdimos, por Elisa y Gonzalo. Por tu regreso a ese lugar de donde venimos. Por tu descanso que dicen es eterno. Por el trabajo que me espera por el hecho de estar sin ti; por las experiencias venideras, por la posibilidad de visitarte pronto ahí en donde estés, espero que con todos los gastos pagados. Ya sabes que soy un tacaño. Por todas las despedidas, por los éxitos y fracasos que tuvimos. Por la pasión, por el amor que te tengo, por ti, por mí y en general, por todas las penas y alegrías que hacen que la vida sea absolutamente imprescindible de vivir a fondo. Hasta el último minuto. A nosotros nos ha resultado bien, ¿no?

Pese a los miles de kilómetros que nos separan, ilusorios, sí, y la certeza de saber que no nos veremos más, estoy contento por haberte conocido, sin más. Nos dimos la oportunidad de indagar profundamente el uno en el otro y el sólo hecho de escribirte en este momento me hace cambiar mi estado de ánimo. No estás físicamente, pero estás y estarás de muchas maneras, tangibles como este papel y de otras tantas que no se pueden explicar...

Compartí contigo los sonrojos, las emociones, los pensamientos, los sueños y los muchos recuerdos que en estos años se generaron. Me quisiste tal cual era, tal cual soy.

Te extraño, te extraño     ... tanto. Mmm… Dicen que cuando somos así de viejos basta que se muera uno para que al poco tiempo se muera el otro. Siempre lo escuché e incluso supe de unos conocidos a quienes les pasó. ¿Será así conmigo? ¿Me iré pronto? Si uno se muriera de pena, diría que sí, que me podría pasar.

Por ahora ya no quiero pensar en eso. Por ahora no quiero pensar en eso.

Se supone que pronto… ehhh, pronto...   vendrán los niños a verme y… y me alegrarán el día. Si vieras cómo crece la pequeña… mmm, vaya,… me cuesta acordarme del nombre.

Bueno, brindo por ti, mi amor,… aunque sé que no te gusta nada que te llame así. Ni siquiera ahora puedo dejar de ser tan cursi,… ya lo ves. Mmm... ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí… que brindo por ti y por el momento en que la muerte me llame y, ... ehhh... en que la muerte me llame y…    finalm   ente ,   nos podamos … r eencon   tra


Lo peor de lo peor



Estuve desde temprano en primera línea, dispuesto a entrar apenas abrieran la puerta por mucho que me llevara por delante al guardia de turno. Había esperado varias semanas este momento y, por lo mismo, no estaba dispuesto a que alguien me ganase en el intento por escoger las mejores cosas. ¡Dios mío!, siempre es excitante descubrir todas esas prendas que están ahí, dispuestas para que tú las cojas y te hagas con ellas. Sí, era primer día de la temporada de rebajas primavera-verano y ahí estaba yo, en la puerta de mi tienda favorita dispuesto a todo. A-TO-DO.

Los minutos pasaron lentos como la vida misma, pero a las 10 en punto apareció el guardia con cara de circunstancia, como sabiendo lo que le esperaba. No dio tiempo ni para que se apartara, pobre tipejo, cuando una multitud de jóvenes –y otros no tanto- le pasamos por encima. Es indescriptible esa sensación, esa locura al pasear entre esas telas exquisitas, ese ir y venir entre maniquíes, ese mirarme en el espejo probando qué prenda me queda mejor y cuál definitivamente es para otro con menos gusto y más panza que yo. Ese ambiente y la cartera llena provocan en mí la extraña sensación de estar en el paraíso. Escogí 3 o 4 camisetas de lo más chic y 2 vaqueros que, a decir verdad, estaban hechos para mí; mmm..., ¿qué más? Ah, sí, 3 bañadores. Claro, viene el verano y ya sabes, la playa, nuestros amigos, especialmente la Judith y la Nadia que se fijan en todo y no puedes, NO-PUE-DES tomar el sol con el mismo bañador del año pasado. ¡Qué atroz! Y bueno, también aproveché para coger un par de camisitas que no me vendrían nada mal para esas noches locas en que quiero irme de fiesta y emborracharme. Ah, sí, sí, se me olvidaba: El toque cool lo dí con un par de accesorios, unos pañuelos lo más de lo más y claro, el sombrerito ad-hoc para cuando la ocasión lo amerite. En total, nada, unos 200 euritos de nada. Cuando iba a pagar me acordé de ti y de los chicos y pensé en la cara que se les quedaría cuando me vieran esa noche. Sin duda alucinarían.

Pero claro amiga, tú sabes, como a mí siempre me pasa lo peor de lo peor, de pronto, al salir de la tienda, tuve la peor experiencia de mi vida. LA-PE-OR. Un par de delincuentes de mierda, obviamente de estos sin papeles, sudacas o moros, vete a saber, me atacaron por la espalda, me empujaron y todo, ¡imagínate! y se llevaron mis bolsas con toda la ropita que recién había comprado. ¿Que qué hice? Pues nada, desde el suelo intenté gritar para que alguien hiciera algo o al menos intentara detenerlos, pero con el susto el corazón se me subió a la boca, se me atragantó el llanto y no me salió la voz. Sólo los vi correr, cada uno con una bolsa. Malditos hijos de puta. Me sequé el par de lágrimas que se me habían escapado y me levanté a duras penas. Una señora, amable ella, me preguntó si estaba bien y estuvimos de acuerdo en que habría que echar a todos estos inmigrantes indeseables de nuestro país. Qué angustia, no me había sentido igual en mi vida. No podía soportar la idea de haber perdido esa ropa tan chuli, tan hecha para mí.

Te lo juro, despertar fue un alivio. Sí, sobresaltado, obvio, desperté sobresaltado. Ahora te lo cuento tranquilo, pero imagínate lo mal que lo pasé en ese maldito sueño. Jaja, sí, tranquila, esta noche me verás la camisa a cuadros y los vaqueros. ¡Quiero ver tu cara al verme entrar! ¡No aguanto! Oye, pero una cosa… ¿Qué hago, me pongo el sombrero o no?

Gozo justiciero


Me despierto sudando frío. Anoche conseguí conciliar el sueño sólo con la ayuda de pastillas… La excitación por lo hecho era insoportable y, lo peor, es que siento la necesidad de hacerlo una vez más, ahora mismo. Después de todo, parece que nadie se percató del suceso; mi teléfono no ha sonado ni he visto gente que se interese por mí con afán de captura.

Me visto rápido y salgo a la calle. Siento el viento frío en la cara pero me sudan las manos. Intento disimular un poco de autocontrol, no quiero delatarme sólo por el temblor de mi cuerpo. Entro en el metro, segundo vagón según mi costumbre, y comienzo a escoger a mi víctima; la joven universitaria con los zapatos rojos no es de mi interés, la señora sentada a su lado con esas gafas horribles, tampoco. De pronto lo veo, estaba ahí, de pie, leyendo con el ceño fruncido el diario gratuito que ofrecen en la entrada. Es un tipo serio, mayor -unos 65-, peina canas y tiene cara de estar agotado. Quizás merezca mi ataque o, quién sabe, quizás hasta lo espera. Espero con tensa calma hasta que se baja del tren, suerte para mí, en una estación en la que hay poca gente. Bajo después de él, me acerco sigilosamente mientras siento que el palpitar de mi corazón se acelera fuertemente, como si quisiera salírseme del pecho. Al pobre viejo le cuesta caminar, de manera que en un par de segundos me encuentro justo detrás de él, casi respirándole en la oreja. Al fin me decido, no lo pienso más, me armo de valor y le toco la espalda. Él se da vuelta y antes de que pueda intentar nada le cojo la mano y se la aprieto con la dosis justa de cortesía como para dejarlo inmóvil. Sin darle tiempo a nada me apresuro a disparar sin piedad la ráfaga de palabras de grueso calibre, la misma que usé ayer:

“¡Muy buenas señor!, espero que tenga usted un muy buen día”.
El hombre me deja descubrir en sus ojos el mismo pavor que pude ver en los de mi víctima anterior.

Con la satisfacción del deber cumplido, henchido de santo gozo justiciero, lo dejo ahí, exánime, y me retiro rápidamente; después de andar un par de metros me giro a ver si intenta un contraataque, pero la sonrisa en su boca y la relajada expresión de su rostro me indican que lo he dejado malherido.