29 de agosto de 2013

Últimas horas

Prólogo: La siguiente historia es un tanto diferente a las demás. Puedo decir que me toca de cerca, y el final es diferente de lo que pasó en realidad, afortunadamente.


No sé qué día ni qué hora es. Llevo mucho tiempo en estado de semi-inconsciencia y apenas he podido cerrar los ojos para descansar cuando mi cuerpo no daba más. Seguramente han pasado varios días. He aquí sentado, esperando mi final. Después de todo, ¿ha valido la pena? Quizás la historia diga que sí, pero a todas luces hemos sido derrotados.

Llevábamos varias semanas esperando que se produjera lo que todo el mundo político susurraba. Esa mañana estábamos dispuestos a defender nuestra postura, nuestros derechos y los de todos los ciudadanos del país. Nuestro presidente había sido elegido por votación popular y no podíamos dejar que lo sacaran del poder bajo el uso de la fuerza. Evidentemente, nuestra intención era una quimera, un sueño del que nos despertaron rápidamente. En un par de minutos vimos que estábamos perdidos. Nuestras armas parecían de juguete frente al poder de las suyas. Hicimos lo que pudimos, de hecho, no salí de la oficina hasta vaciar mi revólver, pero hubo un momento en que había que correr para salvar la vida. En ese tiroteo cruzado seguramente le di a uno de ellos y ya pagará mi consciencia por eso. En la puerta del edificio me di un abrazo rápido con el Juan, mi mejor amigo en estos tiempos agitados. Con él habíamos hablado largas horas de lo que haríamos si la cosa se ponía difícil. Recuerdo el momento en que, entre cigarrillos y vasos de vino, me dio un par de datos seguros.


Después de dejarlo tuve que correr por los callejones esquivando a todo aquel que se me pusiera en el camino. Las calles que acostumbraba transitar para ir a la facultad se convirtieron en un caos general, en un campo de batalla donde todos, civiles, uniformados, dueñas de casa y estudiantes de colegio nos convertíamos en soldados, cada cual intentando salvar su vida entre bombazos y disparos sin destino. Todos en la calle se convertían en enemigos y cualquier duda significaría mi final. Resolví desaparecer y la única forma de hacerlo era metiéndome en las alcantarillas. De esta manera conocí el submundo de mi querida ciudad. Procuré alejarme del centro lo más rápidamente posible. No tengo certeza de cuántos kilómetros había caminado cuando al levantar la vista al cielo por una rendija vi que se hacía de noche. La adrenalina me había llevado a seguir y seguir sin parar durante casi 10 horas, caminando en esas cloacas cuya insalubridad y hedor ya a esa altura me eran familiares. Tuve que parar a descansar y en ese momento lloré. Me acordé de mi madre y pensé que ella ya debía de haber quemado todos mis libros, los cuales me vinculaban a un pensamiento político que, en estos momentos, era el incorrecto. Mis padres y hermanos. ¿Los volvería a ver? Mi madre estaría a esa hora mirando por la ventana esperando a que apareciera. No pude, viejita querida, no lo conseguí. Papá, es cierto, no te hice caso, pero ya sabes mi opinión después de tantas charlas sin conclusión: Era algo que debía hacer. Por mí, por ti, por mis hermanos y por todos los conciudadanos. Era algo en lo que creía. En lo que creo, pese a todo.


No dormí ni descansé lo suficiente, pero debía seguir y ponerme a salvo. Aproveché la noche, la oscuridad y las calles vacías para salir del alcantarillado y buscar el hogar de uno de los contactos del Juan. La familia Pérez me recibió con gran preocupación y supongo que rezando para que nadie me haya visto entrar a su casa en horas del toque de queda. Pasé el día siguiente descansando e intentando dormir, pero por la noche debía seguir mi periplo. Era demasiado arriesgado para esa humilde familia tenerme ahí.

Al segundo destino no llegué.

No pude escapar a la mirada de los tanques que vigilaban las calles y me hicieron prisionero. De eso hasta ahora ya no sé qué me han hecho y qué no. Sólo sé que somos muchos. Cientos, miles. Tengo la esperanza de que no hayan encontrado mi identificación y no puedan constatar mi militancia en el partido. Tiré mi documentación una vez que salí del edificio que albergaba nuestro cuartel. Apenas puedo abrir los ojos, estoy ensangrentado por completo, tengo los brazos amarrados y mis ropas, aquellas que amablemente me cedió la familia Pérez, están convertidas en trapos insustanciales.

Desde aquí oigo los gritos de dolor y el llanto desconsolado de hombres y mujeres iguales a mí. Pienso en las posibilidades de salvación y me reprimo por concebir tan falsas esperanzas. ¿Nos tirarán a algún agujero en el desierto? ¿O en plena montaña en medio de la nieve? Creo que lo más fácil es arrojarnos al mar. Unos cuántos helicópteros, todos nosotros con una piedra atada al tobillo y adiós vida. Tan fácil.

Es curioso cómo en estos momentos la cabeza vuela insospechadamente hasta destinos trágicamente opuestos al ambiente en el que me encuentro: Me imagino recibiendo mi título universitario; me imagino llegando a casa y recibiendo el abrazo entre lágrimas de mi madre; imagino mi boda con la Martina y cómo serían nuestros hijos. ¿Cuándo sabrá la Martina que estoy aquí? ¿Se enterará? Ella no creía en lo que yo le contaba y despotricaba contra el gobierno. Quizás ahora cambie de opinión. No le dije cuánto la quiero y ahora me invade una gran sensación de arrepentimiento. Un poco tarde, quizás.

Nunca me puse a pensar en cómo sería mi fin, pero ahora que lo estoy viendo, creo que no puede ser mejor. Se podrá decir que morí luchando, cosa que pocos pueden atribuirse. No hay más tiempo para pensar nada. Ellos ya están aquí. Sacan a 10, a 20, a 30, me cuento, con la brutalidad que les caracteriza. “Mientras más sádicos, mejor”, parece ser la consigna. Resisto sus golpes, sus palabras, escupitajos y miradas de odio. Ya nada me importa. Siento el olor de la muerte, una brisa amarga que se me acerca como un ángel vestido de negro. Me caigo, me recogen, me siguen golpeando y mi mundo se cae a pedazos. Contra una pared llena de sangre nos forman a todos de espaldas y de izquierda a derecha vamos cayendo uno por uno. Sus fusiles cumplen con su misión. Dentro de unos segundos mi cabeza y mi cuerpo desecho descansarán. El vacío en el estómago. El latido de mi corazón. La última imagen en mi cabeza. 3, 2, 1…