30 de junio de 2011

La culpa no es sólo mía


Soy un animal de costumbres, algunas “buenas” y otras que son detestables. Lo digo para que trates de entenderme y no me juzgues tan mal. Una de esas costumbres era que todos los días, saliendo del trabajo, me fumaba un cigarrillo en lo que tardaba en llegar a coger el metro. Y saliendo del metro, me fumaba otro cigarrito en lo que tardaba caminando a mi casa. Así cada día desde que trabajo, hace unos 6 o 7 años. Lo disfrutaba enormemente. Pero como todo en la vida tiene peros, a mis 30 vi afectada mi capacidad pulmonar. Supongo que haber sufrido de asma toda mi vida hizo más fácil la labor del tabaco en mi cuerpo, así que el médico no encontró una forma mejor de ayudarme que prohibiéndome el cigarro. Como estaba preocupado por mis constantes pérdidas de respiración, no dudé en hacerle caso y, además, seguí su recomendación de masticar un chicle en los momentos en que acostumbraba a fumar. Así que en esos minutos de caminata entre trabajo-metro-casa, reemplacé el delgado pitillo de tabaco por una goma de mascar. De menta fresca.

He dicho que soy animal de costumbres, así que fue normal que el chicle se convirtiera en amigo de andaduras. Aquí una de esas costumbres detestables: Al igual que siempre hice con el cigarro, adopté la misma tradición de tirar el chicle justo antes de entrar a casa. Lo sé, no tienes para qué decírmelo. Es horrible, pero sí, tiraba cada día el chicle en el árbol que da al portal de mi piso. Día tras día, un chicle masticado iba a parar a los pies del álamo que tengo justo en frente de mi casa, todo por no caminar los 15 o 20 metros que me separan de la papelera más cercana.

Hasta que recibí esa nota.

Resulta que cada mañana al salir de casa, encontraba una paloma muerta justo delante de mi portal. Así durante unos 4 o 5 días. Me pareció de lo más extraño, porque me constaba que todas las noches, al volver, la paloma muerta que había visto en la mañana ya no estaba. Pero aparecía otra a la mañana siguiente. No tenía explicación hasta que pasada una semana, vi pegado en el árbol un papel con grandes letras negras que decía ¡ATENCIÓN! 

Obvio que me acerqué a mirar de qué se trataba, porque me parecía de lo más extraño el tronco de un árbol como sitio para pegar publicidad o propaganda, si habitualmente esas cosas se encuentran en paneles de información o en las mismas paredes. Efectivamente, lo que estás pensando era cierto. El mensaje tenía un solo destinatario en el barrio, YO. El papel decía lo siguiente: “¡ATENCIÓN! A la bella persona que tiene la bonita costumbre de tirar chicles en el árbol, ¡NO LO HAGAS MÁS!, porque los pájaros intentan comerlo y se mueren al no poder tragarlo. ¡Camina los 10 miserables pasos hasta llegar a la papelera! Saludos, tu camión recolector.”

Tragué saliva y entendí inmediatamente. Me sonrojé, quité el papel y pensé en que más de una persona me tiene que haber identificado como el culpable de estos crímenes. Las palomas no me gustan, pero no quiero pensar en que se mueren por mi culpa. Y tampoco me gustaría que el señor que recoge la basura se enfade y no recoja más al pájaro muerto, lo que provocaría un foco de infecciones seguro. 

Esa noche tuve pesadillas con palomas muertas, como era de esperar. Al día siguiente, al volver del trabajo me saqué el chicle de la boca, hice la bolita acostumbrada y justo cuando lo iba a tirar al árbol, me di cuenta que una paloma se me quedaba mirando fijamente. Un aire frío recorrió mi cuerpo de pies a cabeza. Suena ridículo, pero aparté mi mirada de la suya y, reponiéndome de la impresión, caminé los 18 pasos hasta la papelera. Desde ese día, al pasar por el árbol con el chicle en mis dedos, recuerdo la mirada de ese pájaro, siento un mini escalofrío y camino a la papelera. Adquirí esa costumbre. Nunca más tiré un chicle en el árbol.

La culpa la tengo yo, ya sé, por tener costumbres asquerosas. Pero pienso que también el médico que me alejó de mis queridos cigarritos. Y también el colegio de dentistas, que recomienda el uso del chicle para mantener los dientes saludables, pero nada dice de los focos infecciosos que pueden causar. Claro, los dientes quedan estupendamente, pero vas por la vida matando palomas. ¡Qué cargo de consciencia deberían tener!

16 de junio de 2011

Un día estupendo



Llevo 3 meses en la ciudad y mis ahorros ya han volado como esas asquerosas palomas en la plaza de armas. De todos modos, sabía que no durarían mucho, así que en cuanto llegué me puse a buscar trabajo, en lo que fuera. Eso que llaman crisis aquí está afectando más de lo normal, con lo cual sólo pude conseguir un trabajo de medio tiempo repartiendo pizzas. Justo a tiempo. No tengo moto, obviamente, pero convencí al encargado de que lo mío era la bici. Tuve que gastar lo último que me quedaba en una bicicleta de segunda mano y esperar a que mi suerte cambiara a partir de ese momento.
Cambió, sin duda, pero no sabría decir qué camino tomó.

Ese día, el primero de trabajo, amaneció nublado y llovió durante mucho rato, pero pese a esto mi optimismo estaba fuera de discusión. Empezaría a trabajar y con eso podría pagar mi vida en una ciudad tan cara como esta. No ganaría una millonada, pero al menos podría pagar el alquiler y la comida durante unos cuantos meses, hasta que encontrara un trabajo en lo mío. Así que, con el pecho cargado de ánimo y buena vibra, salí de casa. Había dejado de llover, lo que tomé como una verdadera buena señal. El jefe me recibió bien, con una sonrisa, y me puse de inmediato a sus órdenes. El primer encargo ya estaba por salir del horno: Una deliciosa pizza mediterránea, esa que lleva mozzarella, atún, pimiento verde, pimiento rojo y el toque final de orégano. Mmm, ¡cómo olía! Había comido algo en casa hacía menos de una hora, pero ese olor abría el apetito como por arte de magia. El domicilio del cliente me pareció excesivamente lejos, pero pensé que quizás era una prueba a mi espíritu trabajador. Sin poner mala cara recogí la pizza, la metí en la caja que me habían pasado con el logo de la pizzería y comencé a pedalear.

Nubes amenazantes cubrían el cielo, pero pensé que la suerte estaba de mi lado y que no llovería. ¡No podía llover en mi primer día de trabajo! Llevaba pedaleando unos 20 minutos cuando me di cuenta de que estaba un poco perdido. Revisé la dirección y me ubiqué en el mapa que llevaba conmigo. Efectivamente, había pasado hace unas cuantas calles mi destino, sin darme cuenta. Empecé a retroceder y por seguir el sentido del tránsito me metí por calles con bastante mal aspecto. Mi jefe me había advertido que tenía que cumplir las reglas del tráfico, porque las multas que la policía me pudiera poner las pagaría con mi sueldo. Así que me tuve que detener en ese maldito semáforo en rojo.

Ni bien me había detenido cuando se acercaron 3 chicos con cara de pocos amigos. Me preguntaron con tono irónico de qué era la pizza que llevaba y si tenía algo de dinero que les pudiera dar. Me puse muy nervioso, pero pude darme cuenta que cualquier respuesta era mala: Se llevarían la pizza o el dinero. Intenté entrar en diálogo con ellos, pero fue peor. Se empezaron a reír mientras me rodeaban e intentaban abrir la caja donde venía la pizza. Les comenté que era mi primer día de trabajo y que por favor no me hicieran nada, que no tenía nada de dinero –era verdad- y que no podía volver a la tienda sin el importe de la pizza. Obviamente, no me hicieron caso. Abrieron la caja, sacaron la piza y, no contentos con eso, me pidieron –no con buenas palabras- que me bajase de la bicicleta. Intenté resistirme, pero un pequeño cuchillo en la mano de uno de ellos fue argumento más que suficiente para obedecer sus órdenes. No podía ser verdad… eso no podía estar pasando. No sé de dónde saqué el coraje para comenzar a forcejear con ellos -con los 3- e intenté recuperar mi bici. La discusión y el forcejeo se acaloraron tanto que no tuvieron más opción que empezar a golpearme. Sí, me defendí y en eso golpeé a uno de ellos, pero 6 manos y 6 piernas pudieron contra los míos. Paliza.

Me dejaron tirado en medio de la calle. Sentí que de mi nariz salía un hilo de sangre y que mis costillas me dolían demasiado. A lo lejos los vi caminando felices de la vida, con mi bici, con la deliciosa pizza mediterránea y, lo peor, con mi dignidad.

Empecé a volver hacia la tienda, sospechando la carita que me pondría el jefe al saber lo que había pasado. Sin bici, sin pizza y sin el dinero. Tendría que volver a imprimir currículums para otra vez volver a buscar empleo. El día no podía ser peor, pero cuando estás así de cruzado con la fortuna, siempre te tiene algo guardado para joderte aun más: Empezó a llover otra vez, fuerte como no lo había hecho en todo el día, con truenos y relámpagos incluidos.

Estupendo día, golpeado, mojado, robado y humillado. Mañana será un día mejor. Malditos optimistas. 

2 de junio de 2011

El derecho de soñar

Por primera vez (quizás no la última) me permito publicar un texto que no es mío. Visto lo visto en las manifestaciones de Barcelona, Madrid y otras ciudades españolas, creo que es un buen momento para alzar la voz y gritar, a quienes nos manejan como títeres, nuestros sinceros deseos. Quizás nos miren mal, como es usual, y quizás nos sigan tratando con la punta del pie. Quizás se sigan riendo en nuestra cara y quizás nos sigan robando nuestro dinero, respeto, dignidad e ilusiones; pero nadie, nadie en absoluto, puede robar nuestro derecho a soñar.


(...) El derecho de soñar no figura entre los treinta derechos humanos que las Naciones Unidas proclamaron a fines de 1948. Pero si no fuera por él, y por las aguas que da de beber, los demás derechos se morirían de sed. Deliremos, pues, por un ratito.

El mundo, que está patas arriba, se pondrá sobre sus pies:

En las calles, los automóviles serán pisados por los perros.
El aire estará limpio de los venenos de las máquinas, y no tendrá más contaminación que la que emana de los miedos humanos y de las humanas pasiones.

La gente no será manejada por el automóvil, ni será programada por el ordenador, ni será comprada por el supermercado, ni será mirada por el televisor.
El televisor dejará de ser el miembro más importante de la familia, y será tratado como la plancha o el lavarropas.

La gente trabajará para vivir, en lugar de vivir para trabajar.

En ningún país irán presos los muchachos que se nieguen a hacer el servicio militar, sino los que quieran hacerlo.

Los economistas no llamarán nivel de vida al nivel de consumo, ni llamarán calidad de vida  a la cantidad de cosas.

Los cocineros no creerán que a las langostas les encanta que las hiervan vivas.
Los historiadores no creerán que a los países les encanta ser invadidos.
Los políticos no creerán que a los pobres les encanta comer promesas.

El mundo ya no estará en guerra contra los pobres, sino contra la pobreza, y la industria militar no tendrá más remedio que declararse en quiebra por siempre jamás.

Nadie morirá de hambre, porque nadie morirá de indigestión.
Los niños de la calle no serán tratados como si fueran basura, porque no habrá niños de la calle.
Los niños ricos no serán tratados como si fueran dinero, porque no habrá niños ricos.
La educación no será el privilegio de quienes puedan pagarla.
La policía no será la maldición de quienes no puedan comprarla.

La justicia y la libertad, hermanas siamesas condenadas a vivir separadas, volverán a juntarse, bien pegaditas, espalda contra espalda.

En Argentina, las locas de Plaza de Mayo serán un ejemplo de salud mental,  porque ellas se negaron a olvidar en los tiempos de la amnesia obligatoria.

La Santa Madre Iglesia corregirá algunas erratas de las piedras de Moisés. El sexto mandamiento ordenará: "Festejarás el cuerpo". El noveno, que desconfía del deseo, lo declarará sagrado.
La Iglesia también dictará un undécimo mandamiento, que se le había olvidado al Señor:
"Amarás a la naturaleza, de la que formas parte".

Todos los penitentes serán celebrantes, y no habrá noche que no sea vivida como si fuera la última, ni día que no sea vivido como si fuera el primero.

"El derecho de soñar", Eduardo Galeano.